Desde las terrazas de Turbana, se ve el mar de Cartagena, la isla de Tierrabomba, la zona industrial de Mamonal, el entramado del bosque seco secundario y el bosque húmedo tropical, en ese reino de los antiguos malibúes, reserva espléndida y abandonada en esa franja de 159, 35 kilómetros cuadrados, santuario de las guacharacas donde siguen cantando los pájaros con la misma jubilosa nitidez que impresionó al alemán Alexandro von Humboldt cuando pasó por allí, hace más de doscientos años, y escribió en su diario de explorador que jamás había oído cantar con tanta gracia a los pájaros como en Turbana y Turbaco. Lea: Arroyo El Polón, en Turbana, será canalizado
Durante más de veinte años los turbaneros soñaron y lograron pavimentar su carretera magnífica que la conecta con Turbaco y la acerca a Barú y a municipios vecinos, pero, desde hace meses, un basurero satélite de lado a lado de la misma carretera está convirtiendo esta misma vía en un basural incontenible y en una amenaza sanitaria, hasta el punto que nadie responde por nada pese al clamor de innumerables vecinos que han alertado a las autoridades, y el aire viciado y contaminado de la carretera huele al perro muerto que se pudre en la vía desde hace dos semanas, y huele al atardecer a quemazón absurda e irresponsable de basuras. La comunidad no sabe qué más hacer para proteger lo que costó años de desvelos. Sus habitantes se sienten desesperados e impotentes, han agotado los recursos invirtiendo en vallas que recuerdan que la carretera no es para arrojar basuras, que el paraíso natural a falta de dolientes, y de mínimas responsabilidades públicas, se convierte en infierno.
Se ha solicitado a las autoridades unas canecas metálicas con tapa cerrada para el reciclaje organizado del plástico, el vidrio y las hojas. Pero ni siquiera eso se ha logrado, pese a que el clamor baja y sube desde las terrazas de Turbana, sale como la niebla que recorre las colinas al amanecer, sale de las casas de los sembradores de yuca, ñame, maíz y plátano. Sale de la ilusión y la esperanza de los niños y las madres de familia. Sale del corazón de Norman Echavarría, un gestor y líder humanístico que siempre se proclamó poeta verde y ha sido durante años, un guardián del bosque de Turbana. Ha sensibilizado a sus vecinos para proteger más de diez hectáreas de ese bosque, en donde esplenden los ficus con sus raíces aéreas gigantescas que tocan la tierra y revolotean y cantan las guacharacas para recordar que va a salir el sol, y se oye a lo lejos, en las ramas altas, el mico aullador que augura el invierno.
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Desde hace treinta años empezaron los estudios técnicos para su acueducto y su alcantarillado, y allí está Turbana en 2023 sin agua y sin alcantarillado. Sus habitantes tienen que comprar a seis mil pesos el agua en carrotanques.
Lograron conseguir cerca de 40 mil millones de pesos para su acueducto, y han pasado tres administraciones y siguen esperando que se ejecute por fin el acueducto. Turbana que ha sido despensa agrícola de Cartagena, se abastece de milagros y a cuenta gotas con las fuentes del arroyo Polón, que pasa por los barrios Chorrito, Capacho y El Progreso. Pero, al igual que la carretera, las fuentes de agua están contaminadas por las basuras. Están allí nariz con boca con Mamonal, pero el desarrollo de Turbana sigue siendo un espejismo. Pobreza en medio de la paradoja de la riqueza y el regazo inmenso del bosque, que podría ser la reserva inagotable de riquezas y la potencia capital del ecoturismo en la región.
Todo este sueño palpita en la sensibilidad del líder y ambientalista Norman Echavarría. Lo he visto hablarles con delicada ternura a las serpientes que suben hasta su terraza desorientadas por el esplendor de la luz y el dulzor de las balsaminas, y no es capaz de matar a ninguna. Es un ser conmovedor y ejemplar, partícipe del milagro del bosque. Y desde ese bosque convoca a jóvenes, algunos de ellos con mucho talento para la gestión ambiental, social y cultural; algunos de ellos, artistas de la música como Alex Pájaro, que estuvo cerca del tamborero Encarnación Tovar y el gaitero Sixto Salgado Paíto. Y jóvenes líderes como Víctor Ardila Duartes, administrador de empresas de la Universidad de Cartagena y especialista en políticas públicas de la Universidad de México. A él, como al grupo de jóvenes que lo rodea, le preocupa el porvenir social, educativo y cultural de Turbana, la suerte del cabildo indígena, la problemática del acueducto, el alcantarillado, la recolección de las basuras y otros dilemas aún no resueltos en el municipio de Turbana. Muchos biólogos de Cartagena han llegado allí a estudiar las especies nativas, especies en extinción tanto de la fauna y la flora que aún sobreviven en el bosque seco y en el bosque húmedo de Turbana.
Al mirar los rostros de los turbaneros, de sus hombres y sus mujeres, pienso en el rastro de la estirpe de los malibúes, y en la ancestral vocación de sus alfareros iluminados que hasta hace poco mantenían un taller fecundo en el pueblo, que valdría la pena volver a fortalecer, para que florezca la tradición de manera colectiva. Pienso en mi viejo amigo Atilano Meza. A veces, cuando las aguas desatan los recuerdos sepultados en Turbana, aparecen pequeños rastros de entierros de niños indígenas o adultos a los que enterraron junto a sus hachas de piedra, sus caracoles, sus cuencas de barro para sus manjares cotidianos, sus vasijas cerámicas y también sus objetos ceremoniales. Y en el aire ardiente del mediodía aún puede intuirse el frescor de las casas redondas y de techo de palma amarga a la sombra de los árboles, casas forjadas por los campesinos turbaneros, siguiendo la sabiduría de los malibúes. Las colinas son terrazas arenosas, arcillosas, de calizas coralinas de herencia milenaria de una antigua plataforma marina. Desde lo alto de esas terrazas, desde sus secretos abanicos aluviales, el mar parece una ilusión, pero a pocos minutos hay una salida al mar desde Turbana, y se llega a Barú. El mar, tan cerca de Turbana. Y es que la caliza de Turbana es lo que queda en el tiempo del remoto arrecife marino del mioceno superior. Se olvida que de las canteras de Turbaco y Turbana salieron las piedras con la que se erigió Cartagena de Indias.
Ahora atardece y el paisaje del bosque, del mar y el fulgor metálico de las empresas, se juntan en un bordado de colores. Cantan con más vivacidad los pájaros, y aletea en el aire un frescor de ceibas enormes, augurio de un cielo de agua.