Bazurto es tal vez uno de los retratos de lo que es en carne viva Cartagena de Indias. Vuelvo cada vez a recorrerlo como si pagara una manda en medio del delirante y caótico laberinto que es nuestro mercado público. Allí el mundo se emparapeta cada amanecer y cada cual hace el nombre de Dios con los huesos y la carne de una vaca recién sacrificada o con la yuca harinosa y fresca que viene de Turbana o Turbaco, el ñame diamante o espino de San Cayetano, el aguacate de leche de La Cansona, en los Montes de María, el maíz desgranado y en mazorca de San Jacinto, el plátano de San Pablo, el bocachico y el bagre de Magangué, el queso de San Onofre, los bollos de mazorca de Arjona, las galletas chepacorina de El Carmen de Bolívar, las alegrías con coco y anís y los enyucados de Palenque, el ajonjolí de Santa Rosa de Lima, los últimos granos de arroz de los vastísimos campos de Marialabaja, hoy convertidos en campos agonizantes de palma africana; el aroma de la albahaca, el jengibre y la yerbabuena, ahora las ramitas están en las orejas de las mujeres vendedoras de plantas medicinales o en las orejas de los hombres que trabajan en el matadero, afilando un enorme cuchillo con el que destazan la vaca o el cerdo, y los vendedores de pescado que tienen un pequeño cuchillo con el que descaman los bocachicos delgados como lágrimas, mientras los bagres con sus enormes y desolados ojos parecen mirarnos desde el vidrio de oro de la muerte.
Pobreza y desmesura
También Bazurto es el laberinto de la ropa que viene de otras estaciones del mundo los sábados, en gigantescas pacas atravesando Europa hasta el mercado: ropas de la India, Siri Lanka, Canadá, entre otros. Es el reino de la comida, la venta de arroz de marisco y langosta, el sancocho de robalo y sierra frita en zumo de coco, en los antiguos predios de la reina de la cocina Socorro Marimón, a quien le despojaron de su nombre y ahora todas las cocineras quieren llamarse Socorro, pero la única y verdadera ya murió y dejó una estirpe de mujeres cocineras en su familia. Pero, al regresar, no hay rastro de aquel esplendor de Socorro en donde nos comíamos como en un ceremonial a la intemperie, en un taburete y en una mesa larga y desnuda, a veces arropada con grandes hojas de bijao o con aquel mantel de rayas rojas y rosadas, dos bocachicos con agua de panela con yuca, ñame y plátano maduro. Aún sobrevive, gracias al lente de mi querida amiga historiadora francesa Cristina Bellec, aquel instante en que tenía veinte años y devoraba con las manos como un troglodita hasta tres bocachicos, intentando imitar a mi abuelo Ricardo Ulises que iba sacando limpio y desnudo de su boca el espinazo del pescado de su boca. Al pasar por allí tuve nostalgia de todo lo vivido porque en verdad no hay sombra del mercado que yo viví en todo este tiempo.
Me pareció triste y alarmante que para ir a comer haya que cruzar por caminos de aguas nauseabundas en zonas de comida del mercado. Y que, al pie de la venta de pescados en el caño, los vendedores tiren irresponsablemente los desechos tanto de los animales, las agallas del pescado, las vísceras y otras basuras que se acumulan como desechos en los cuerpos de agua. Y que, en ese panorama desolador de mutaciones ambientales y sociales, los pelícanos hayan dejado de ser pelícanos para convertirse en carroñeros y convivan junto a los goleros o gallinazos compartiendo vísceras de cadáveres. Lea también: Plan de choque para salvar a la ciénaga de Las Quinta.
Ese retrato enfermo y externo de Bazurto podría ser un demoledor retrato de la Cartagena que se resignó de manera complaciente y desesperanzada a la ruina y a la decadencia. Todo lo anterior para decir que siempre visito los mercados en cada pueblo donde voy, y me sorprende que el mercado de Lorica sea un ejemplo para el resto de los mercados. Allí da gusto sentarse frente al río Sinú a comer bocachicos. Lo mismo en Montería. No digo lo mismo de Magangué, cuyo puerto podría ser una albarrada recuperada y no un depósito de basuras lanzada al río. Con Bazurto uno no sabe dónde han estado las autoridades de control. La riqueza que han cosechado los campesinos de Bolívar a lo largo de los veranos y los inviernos llega a Bazurto que podría ser algo más que un reino del caos, el rebusque y la sobrevivencia, un lugar sagrado de las cosechas de frutas, tubérculos, verduras y peces. Me siento orgulloso de los sembradores y no justifico que la pobreza sea la única responsable de semejante desperdicio y despelote del mercado público de la ciudad.
Milagros que prosperan
Bazurto también es un mercado de ilusiones pese a las miserias narradas. Allí crece y germina el talento de músicos de la champeta y de la música urbana, los artistas locales que empiezan a dibujar sus letreros de colores en las esquinas, allí prospera una generación de comerciantes y pequeños y grandes empresarios que siguen apostando al presente y al porvenir. Es probable que ellos también se sientan solos y desamparados ante la carencia de políticas públicas que planeen con visión de ciudad y país, un mejor destino para los emprendedores. Los fines de semana yo me iba a visitar a Marialabaja y me encontraba a los viejos sembradores de arroz, yuca y plátano que habían renunciado a la siembra tradicional y fueron contratados para sembrar durante años la palma africana. Al regresar descubrí que esos campesinos tienen que salir a comprar el arroz, la yuca y el plátano, porque ya no se encuentra en la región. La abundancia del pasado se volvió escasez. Lo mismo pasa con Bazurto. Hay productos que ya nadie quiere sembrar. La batata, por ejemplo. La malanga. Les juro que es una bendición comerse una calabaza con champiñones, una sopa de ahuyama, una boronía con berenjena con plátano maduro machacado o una mazamorra de plátano. En estos días el campesino Luis Felipe, de San Cayetano, me dijo que luego de sembrar ñame, plátano y yuca durante treinta y cinco años, teme que cuando muera, ninguno de sus hijos quiera sembrar nada, porque han vuelto los ojos a la ciudad y no consideran el campo como lugar para vivir. Luis Felipe me dice que es que tampoco tienen apoyo de nadie, y menos del Gobierno. Trabajan la tierra con las uñas, con las tripas.
Epílogo
Al regresar a Bazurto se me encoge el alma. Una risa de cascabel, una palabrota en susurros de alguien que acaba de ver a una mulata con una sombrilla de colores que deja entrever su blanca dentadura, con su andar de sirena que se hamaquea... Si así como caminas cocinas, yo me como hasta el pegao, dice el viejo en su banquito de sombras, viendo como una aparición aquella gracia aérea, aquel tumbao de reina bantú que cruza el aire bailando y rompe con su sola presencia el vidrio ardiente y empañado del mediodía.