Ahora los cabellos negros de Rafael Núñez y los cabellos negrísimos de Soledad Román son dos tesoros que pueden contar una historia dentro de una urna transparente en la Casa Museo de Rafael Núñez. Pero para empezar hay que decir que los cabellos de cualquier ser humano son un tesoro. Y si son de un ser amado, más. Recuerdo a mi madre guardando el cabello de cada uno de sus siete hijos debajo de la tinaja del patio de Sahagún. Cada cabello tenía su textura y la frescura de la tierra en manos de aquel alfarero que hizo la tinaja, hacía más leve y más suave nuestra existencia de niños. Hubo un tiempo en que una de mis hermanas tuvo un cabello largo y dorado, el mal de ojo de algunos mirones envidió aquel esplendor y poco tiempo después a mi hermana se le empezó a caer el pelo.
Pero la noticia de los cabellos de Rafael Núñez y Soledad Román ha sido compartida por Manuel Zúñiga, el director del Museo Rafael Núñez, en este mayo de lluvias y de mangos caídos de 2019. De tanto buscar secretos de la casa y de la historia, Manuel se tropezó con los cabellos, guardados por separado.
El cabello de Rafael Núñez está bordado en un pañuelo de lino sobre el escudo republicano y fue donado por las monjas benedictinas. El de Soledad Román está en un fino estuche. Los dos cabellos están en una urna.
Y a Manuel Zúñiga se le ocurrió una idea distante de cualquier fetichismo para lograr que la historia construya sus propias narraciones, y fue crear una actividad sobre la Estética y el Biopoder.
Antes que él me siga contando, le pregunto: ¿Qué tienen que ver los cabellos de Soledad y Núñez y esto de biopoder? Y él me explica que no es lo mismo que los cabellos estén sueltos o guardados, como amorosamente lo hacía tradicionalmente nuestras madres, que guardaban hasta el ombligo del recién nacido.
“Biopoder son aquellas formas de poder que controlan u organizan la vida; en un Estado, en el concepto de familia, religión, medicina, etc...”, me dice Manuel Zúñiga.
“Los cabellos de Núñez estaban escondidos en la propia casa. Esos cabellos son de un sujeto de poder. Cuando a alguien se le ocurrió bordar ese pañuelo de lino e incluir los cabellos de Núñez dentro de ese paisaje con escudo republicano, tanto los cabellos como el escudo son ya formas de poder”, continúa.
Cuando Manuel me está hablando, estoy pensando que no son los cabellos de un cartagenero común y corriente. Son los cabellos del estadista que fuera cuatro veces presidente de la República de Colombia. El pañuelo de lino fue bordado por las monjas benedictinas en 1897.
“Hay algo sutil en este poder que está en esa hebra de los cabellos de Núñez: no solo es un presidente, un poeta, un ser humano. Esa hebra de cabello nos devuelve al siglo XIX”.
La historia de Cartagena está llena de secretos minúsculos, como la hebra de cabello. Y si uno se asoma al Convento de La Popa, durante siglos, las mujeres de Cartagena, devotas de la Virgen de la Candelaria, donaban sus cabellos para una manda especial, una ofrenda o una donación sentimental y espiritual.
En tiempos de esclavitud, las mujeres negras en Cartagena llevaban en el pelo secretos guardados, semillas, mapas trenzados y rutas de fuga, y en la huida de los conquistadores se acariciaban estratégicamente el cabello parar señalar los puntos cardinales de la libertad.
Eduardo Galeano, que tenía una novia negra en Cartagena, escribió un texto brevísimo sobre esa aventura de nuestra historia que compartimos una noche en los años noventa del siglo veinte, bebiendo cervezas en el Muelle de Los Pegasos. Había que escucharle a Galeano aquellas historias espléndidas, con su voz de mar, su cadencia musical sincronizada entre sus silencios y sus revelaciones históricas.
Y otra noche, caminando por la antigua plaza de los esclavizados tuve el privilegio de encontrarme con Cheo Feliciano, el gran cantante de Puerto Rico, paseamos en coche por las calles del corazón amurallado y qué curioso, al hablar de música me habló de una canción que trataba de un muchacho negro que alisaba sus cabellos cuscús, churruscos o doble ocho, y, al final, muertos de la risa, llegábamos a la conclusión de que no hay pelo malo ni bueno, solo matices de pelo, y que hasta en eso se refleja un criterio prejuiciado de la belleza.
En fin, los cabellos de Núñez y el de Soledad eran domesticados por la vida social sofisticada de su tiempo.
La mujer encorvada con la cabellera blanca reclinada sobre su pecho, que está en silla de ruedas en el viejo caserón de madera de El Cabrero en el atardecer de 1922 es la viuda Soledad Román. Tiene 90 años y el niño que la contempla es Eduardo Lemaitre Román, su sobrino. Su padre acostumbraba llevarlo donde su tía y él se sentaba junto a ella a coleccionar sus recuerdos para un libro que escribió más tarde: ‘Soledad Román de Núñez: Recuerdos’.
La casa que hoy se llama Casa Museo Núñez era del padre de Soledad Román: Manuel Román y Picón. Él le compró a su compadre Juan Capella en 1850 los terrenos, que abarcaban el antiguo revellín de la Tenaza y un poco más allá de la casa. Manuel Román y Picón se la dejó a Soledad en su testamento, era el quinto de sus bienes forjado en piedra, madera y azotea. Y Soledad Román, en los treinta años de soledad de viudez, empezó a vender las tierras para comer, dice su sobrino, y terminó regalando un terreno a la Arquidiócesis de Cartagena, según escritura 234 del 29 de marzo de 1915, Notaría 1 de Cartagena, para mantener la Ermita de El Cabrero, edificada por Soledad en 1888. La donación incluía cinco casas, cuatro de ellas en El Cabrero y otra en el Callejón de Gastelbondo. Soledad no solo era la dueña de la casa sino de una lengua enorme de tierra sembrada de cocoteros, pero a medida que se acercaba la muerte, ella se iba despojando de todo.
En la mirada del niño, aquel predio de la quinta de El Cabrero, al igual que su dueña, eran un paisaje “de soledad, ruina y abandono”. Años después, la casa fue hipotecada a un agiotista cartagenero Juan Torres, recuerda Lemaitre Román.
La casa era lo más parecido a una ruinosa casa antillana cuando la descubrió Mariano Ospina Pérez a su paso por Cartagena y propuso que la nación adquiriera ese caserón.
El sobrino vio en la historia personal de su tía Soledad Román a una mujer enérgica, aguerrida y decisiva en el destino político de la ciudad y el país. Era ella la que llevaba el control de las finanzas en la casa. Núñez no fue nunca propietario sino “un huésped, ilustre y todo lo que se quiera, pero solo un huésped”, dice con humor Lemaitre.
En esa casa legendaria de El Cabrero, Rafael Núñez fue visitado por los poetas José Asunción Silva y Rubén Darío. Soledad se sentaba al piano a tocar los pasillos de Emilio Murillo y Morales Pino. Pero a Núñez le fascinaba la voz de Conchita Micolao y la invitaba casa para que le cantara, pero no dejó nada grabado. Ahora los dos, frente a frente, se acarician los cabellos y el viento del mar los enternece.