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Los orígenes del jazz

Esta es la historia de cómo, después de tanto escuchar vallenatos y salsas, nació el jazz entre los Lozano Pineda y cómo se quedó especialmente en la vida de Manuel.

Para los Lozano Pineda el jazz nació en 1980. Yo soy del 68. En casa de mis padres, en el barrio El Socorro, el ambiente y la banda sonora musical que nos acompañó en la niñez y adolescencia nos ofreció las mismas opciones que tenía la mayoría de las familias de Cartagena.

Teníamos un vecino que desayunaba, almorzaba y cenaba vallenato y música de la sabana. Las voces de Oñate, El Binomio, Silvio Brito, Los Betos, Otto Serge, Alfredo Gutiérrez y Daniel Celedón eran las más familiares de esa época... Sonaban horas y horas, no había escape, el volumen del equipo de sonido atravesaba la casa y no dejaban rincón por explorar. Por mucho que cerrábamos las puertas y tratábamos de aislarnos, la música se filtraba.

Los intentos por persuadir al vecino para que bajara el volumen fueron un exitoso fracaso, pocas veces cedía. Lo paradójico era que, a pesar de todo, era un buen vecino.

Estábamos condenados al vallenato. Aprenderse las canciones y especialmente los coros no fue difícil. Repetirlos inconscientemente durante el transcurso del día se volvió común.

Escuchar una y otra vez el mismo tema era como una gota de agua que caía con los mismos intervalos en la frente y no podías evitarlo, porque entonces no había autoridad que controlara este tipo de situaciones. (Le puede interesar: “Cuando el jazz te pica, no te suelta jamás”: Adrián Herrera)

El volumen era ensordecedor, la paciencia se puso a prueba durante años. Estudiar un fin de semana era una tarea que exigía una especial concentración.

En la vivienda del frente, la salsa del Gran Combo, Oscar De León y los éxitos del Joe Arroyo eran los que más retumbaban y estremecían los techos. La mayoría de las veces esperaban los fines de semana para regalarnos conciertos de tres a cinco horas. Años después, se mudaron y llegaron a la cuadra otros vecinos aficionados al vallenato.

Unos metros más adelante, cruzando la canal del Plan 50 de El Socorro, vivía “El llanero solitario”, así lo bautizó mi papá porque tenía un ritual los sábados y domingos: instalaba su potente equipo de sonido, dirigía los parlantes estratégicamente a los vecinos; sacaba sus cervezas; una sola silla, la suya, y permanecía desde el mediodía hasta la noche disfrutando de su música y compartiendo su banda sonora con el que deseara escuchar. La intensidad del sonido se cruzaba con el de los otros vecinos. Todos querían imponer sus gustos. Vallenato, salsa, soukus, música de la sabana, merengue, fandangos, porros y bullerengue al mismo tiempo; eso era un caos, una Torre de Babel musical del Caribe.

Yo sabía que a Carlos, mi padre, un tolimense que llegó a Cartagena en 1967, le había gustado desde siempre la música clásica, Alejo Durán y La Billos Caracas Boys. En una mesa del comedor siempre vimos dos long play de La Billos que escuchábamos en un modesto tocadiscos maletín de dos velocidades. Esos discos eran los que poníamos en las fiestas infantiles y la de adultos; y no podían faltar “Los Alpinos” y sus polkas tradicionales, los del barrilito.

A Blanca, mi madre, una bella cundinamarquesa, le gustaban las baladas y de vez en cuando se arriesgaba a cantar. Hubo un tema en especial, “Recuerdos de Ypacaraí”, que nos acompañó como canción de cuna a los tres hermanos y dos hermanas más.

En 1980 mi papá llevó a la casa el cassette número uno de una colección de jazz que Sarpe había sacado. Era el primero, y ahí venían temas de Louis Amstrong, Ella Fitzgerald, Duke Ellington y Ray Charles. Luego de escuchar por años salsa, vallenato, soukous y merengue, ese sonido motivó mi curiosidad, pues no se parecía a lo que mis oídos habían aprendido por años.

La llegada de ese cassette fue un descubrimiento de sonoridades envolventes y extraordinarias. Ese mismo año, a finales, asesinaron a John Lennon y desde entonces me enteré de la existencia de The Beatles, un grupo al cual me aficioné perdidamente en mi adolescencia. Más adelante, también escuchamos Victoria Internacional Estereo, una emisora de música en inglés que marcó nuestra generación en Cartagena.

Sin embargo, nada de lo que había escuchado hasta ese momento logró llamar mi atención tanto como ese primer cassette. Amstrong, Ellington, Ray Charles y sobre todo Ella Fitzgerald. Ella me cautivó con una sublime demostración de cómo se puede jugar con la voz, y pasearse con las técnicas más exigentes para un cantante. Era precisa, tenía una vocalización impecable, para improvisar era creativa, recursiva y divertida. Obviamente, esa vez escuchándola fue solo sensibilidad, meses después fue que la valoré en todo su esplendor y aprendí que lo que hacía en el tema cuatro del lado A, “Flying Home”, era scatt.

Después llegaron más artistas de esa misma colección, pero era el primero el que más poníamos y escuchábamos en casa: cuando no era yo, era mi papá o alguno de los hermanos o hermanas. El cassette estuvo ahí hasta que me gradué del bachillerato.

Me fui a estudiar a Bogotá (el cassette se quedó en Cartagena) y allá, en medio de la universidad, del frío, cachacos, paisas, llaneros, pastusos y algunos cartageneros, mi banda sonora se fue ampliando con los gustos de mis compañeros de estudio. A esa altura, me emocionaba y sentía nostalgia por mis vecinos al escuchar a Diomedes, Celedón, Oñate y a Joe Arroyo, entre una infinidad de artistas que creí ya había escuchado lo suficiente. Es más, en las fiestas cantaba vallenato e intentaban dar clases de baile de champeta sin saber coordinar mis pasos. (Lea también: Mompox, más allá del jazz)

A pesar de todo, seguía extrañando el cassette de la colección de jazz número uno de Sarpe.

Fue entonces cuando logré aficionarme al “Café del jazz”, un programa radiofónico de Caracol que oía religiosamente no solo por la música, sino por la voz de Jaime Sánchez Cristo. Era una cita constante. También sintonizaba el género en las emisoras universitarias, pero a mí lo que me agradaba era el programa de Caracol Stereo 99.9 de lunes a viernes, a las 7: 30 p. m.

Pocos años después, esta misma emisora sacó un programa, “Jazz week end”, con la conducción de Carlos Flórez Sierra, un espacio que me motivó a profundizar y a estudiar aún más el género. Por aquel entonces, asistía a los festivales de jazz del Teatro Libre, el primero en organizarse en Colombia.

En 1992 regresé a Cartagena a trabajar en el periódico El Universal. Ahí conocí a Gustavo Tatis, un periodista, referente en la ciudad en el tema cultural, y un amigo. En el diario, y como reportero, pude conocer a los artistas que escuchaba gracias a mis vecinos durante la niñez y adolescencia. En los diez años que cubrí el Festival Vallenato, logré mucha cercanía con la mayoría de esas leyendas de folclor y aprendí su verdadero valor.

En medio de una reunión con Tatis, y varias cervezas, surgió la idea de hacer “Jazz bajo la luna”, una bella locura a la cual a las pocas semanas se unió el abogado Ricardo Vélez Pareja y meses después Patricia Castillo, la más cuerda de todos. Fue el segundo festival de jazz en el país y el primero en el Caribe colombiano. Se hicieron cinco ediciones, y poco a poco se fue extinguiendo. El festival desapareció, pero dejó una huella en muchos cartageneros y nuevos aficionados.

Más adelante, nació un programa de radio en AM que mezclaba jazz con noticias: “Agua y aceite”. Luego, con la gestión de un amigo, Lucho Martínez, pudimos hacer “Surcos del jazz latino”, con el historiador del jazz en Colombia Enrique Muñoz Vélez en la emisora de la Policía Nacional.

Simultáneamente, hice parte de las directivas de una big band y después, con dos músicos y varios amigos, creamos otra, la Cartagena Caribe Big Band, todo con el fin de escuchar jazz.

Varios años después, por mis ocupaciones, dejé de hacer el espacio. Sin embargo, en 2008 por la necesidad que me imponía mi afición, gracias a la emisora de la Universidad de Cartagena, y a su directora Martha Amor, se creó el programa “Voces del jazz”.

Más adelante tuve la oportunidad de estar en la organización del Festival de jazz en Mompox.

El espacio de radio de “Voces del jazz” se convirtió doce meses después en un festival que este año llega a su octava edición y se ha convertido en un referente a nivel nacional de lo que está pasado en este género en el país.

Por estos días, en medio de la reorganización del Festival y buscando documentos, cartas del evento, de tener tiempo para desempolvar las cajas de papeles, encontré de manera accidental el mismo cassette número uno de Sarpe que mi papá había traído a casa en 1980.

Fue accidental que la encontrara, estuvo ahí quién sabe cuántos años, no tengo memoria de cómo fue a parar en esa caja. Por mucho esfuerzo, no pude recordar dónde y quién lo había puesto ahí. Me emocioné, lo palpé y limpié. La alegría me duró varios días, era el mismo cassette donde estaban los temas de Ella, Amstrong, Ray Charles y Ellington; 41 años después, solo queda la borrosa carátula, una cinta débil llena de hongos, los recuerdos de familia, de los vecinos y del origen de mi afición al jazz.

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