Es Lidia Crescini D´Angelis, nacida el 13 de julio de 1930, en San Nicola (Cosenza) en el sur de Italia. Las sílabas de su tierra natal evocan a los padres de Mario Alario Di Filippo que vivían en un palacio y eran vecinos cercanos y amigos de su familia, ellos también salieron de allí hasta llegar a Mompox. Con los Di Filippo jugaban en la plaza, iban al pozo y se frecuentaban.
Al evocar a su tierra, la invade una nostalgia llena de colores y olores: la luz de San Nicola-Arcella, en Cosenza, aparece ahora como una luz en medio del resplandor dorado de Cartagena de Indias, en este atardecer de abril de 2021: el olor del salobre, la montaña, los caminos, la primavera, las luciérnagas, la belleza de la isla, las campiñas, los olivos, las frutas. Las manos de su padre Meriglio Crescini, ingeniero civil, constructor de caminos en el horizonte.
“Mi padre era un ser bondadoso y pacifista. Jamás me puso una mano encima, era todo un caballero. Y María Giuseppina, mi madre, inventaba milagros junto a nosotros mientras sembraba la tierra, en medio de la guerra”.
San Nicola-Arcella vuelve a aparecer cada día de mi vida, a veces vuelve con sus colores y sus olores en mis sueños. Permanece para siempre en mi corazón con supremo amor”, dice.
A sus 90 años, Lidia Crescini D´Angelis está en pie, firme, lúcida, elegante, sensible, y en este atardecer frente al mar de su ventana, recuerda una historia que empezó hace más de 73 años. Era una joven de dieciocho años cuando llegó a Cartagena de Indias en un barco que zarpó desde Génova, cruzó las aguas del Caribe, en Aruba, Curazao, Venezuela, hasta llegar al puerto de esta ciudad, en donde su novio la esperaba en el muelle. Se había ennoviado en Italia, pero el amor resistió los amaneceres de la guerra, los cielos bombardeados hasta encontrar la luz promisoria del Caribe. Pero en aquel abril de 1948 todo era incierto con el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán. Los vuelos aéreos que iban a Bogotá se desviaron y la ciudad ardía en el apocalipsis de la violencia bipartidista. Tuvo que esperar una oportunidad en medio del fuego para llegar al mar.
El nombre de Cartagena de Indias se perdía en las aventuras navales y en los ataques de los piratas, pero no tenía una clara referencia de la ciudad. Encontró una casa en el Pie de La Popa. Todo parecía tan tranquilo, distinto y distante del centro amurallado, y el mundo despertaba de su largo con el ronco silbato del tren de las siete de la mañana.
Los vecinos intuyeron que venía del otro lado del mar. Descifraron su apariencia, sus rasgos altivos, su belleza europea y su encanto personal y comprobaron que no era de estas tierras ni del interior del país, sino de Italia. ¡Qué viaje tan largo hizo esta muchacha para llegar hasta el Pie de La Popa!, decían las vecinas. Desde la ventana de la casa esquinera de la familia Pinzón, veía la línea del tren. Eran otros tiempos. No se cocinaba con gas ni con estufa eléctrica, porque no existía. Solo el carbón que se arrumaba en la cocina en bultos. La muchacha que trabajaba en el servicio doméstico no dormía dentro de la casa, sino afuera, en una habitación en el patio. A ella le pareció extraña esta forma notoria de distanciamiento social en la Cartagena de aquellos años. La muchacha no solo dormía afuera, sino que jamás se sentaba a la mesa con los dueños de casa. A las cinco de la madrugada, ella prendía los carbones y preparaba el café. Ese café aún está fresco y dulce en su memoria y sigue bebiéndolo a las cinco de la madrugada, como hace 73 años.
Otro día, descubrió que un hombre gigantesco había saltado las altas paredillas de la casa con más de tres metros, y estaba en el patio mirando qué podía llevarse. Era un ladrón de gallinas que se robaba hasta los ganchos de la ropa y el trapero que dejaban en el patio. A ella no le salió la voz tan nítida ni tan fuerte para decir: “¡Un ladrón! ¡Un ladrón!”. Estaba aturdida y confundida ante los nuevos acontecimientos que vivía en la ciudad. Luego, ante la presencia perturbadora de los ladrones, los vecinos se reunieron para pagarle a un celador que vigilara la calle y el barrio, y le pagaban entre todos. Los celadores se comunicaban con un pito, y cuando veían algo raro, pitaban dos y tres veces.
“Al llegar de tan lejos hasta Cartagena, era sorprendente ver que las jóvenes de mi edad me acogieron como si me conocieran toda la vida. Me acogieron en el barrio Pie de La Popa y me querían tanto que me enseñaron a hablar rápido el español... ¡en un mes!, y lo que preguntaba me lo respondían y me enseñaban todo. Recuerdo que me llevaron al Teatro Cartagena, lo llevo muy presente. Iba con mi esposo todos los martes a ver películas. También me involucré con mucha alegría y fervor en las fiestas tradicionales de La Popa, recuerdo las procesiones a la Virgen de la Candelaria el 2 de febrero, la subida y descenso del cerro. La ciudad era como una familia y participaba en una ceremonia que no solo era tradicional, sino que estaba en el ámbito sagrado de la comunidad. Mis vecinas llevaban hasta lo alto del cerro unos huevos guardados en cascarones de hojas de maíz, para que la fritanguera hiciera las arepas con huevo. Era común que la gente de aquella época llevara sus huevos envueltos en sus cáscaras y en hojas de maíz y pidiera que las fritangueras se los hiciera. Los centavos valían en aquellos años y la fritanguera los hacía y los rebajaba. Creo que esa costumbre se perdió con el tiempo en Cartagena, junto con la costumbre de sacar las mecedoras al atardecer en las terrazas.
Aparecen en sus recuerdos la familia de apellidos Aguilar, Martínez, Mendivil, Ayazo, entre otros. Muchos de ellos viven, como Evelia Rosa y Carlos Mendivil, sus amigos. De repente, un piano suena en su memoria. Eran las clases de las tardes en el Pie de La Popa.
“Ni comparación la guerra con la pandemia”, me dice cuando le pregunto por su experiencia en la segunda Guerra Mundial de los años cuarenta del siglo XX y la pandemia que empezamos a vivir en 2020.
“En esta pandemia he conocido cosas más negativas que positivas. La soledad, la poca comunicación presencial con los seres queridos, las excesivas muertes de mis coterráneos y un dolor inexplicable de sentimientos revueltos.
“En mi infancia en Italia bajo la segunda Guerra Mundial, pese a la guerra, estábamos juntos, y no conocimos las comodidades. La vida era incierta, pero estábamos unidos. Jamás supe de muchachas del servicio doméstico como las vi acá, en Cartagena. Era imposible. Yo aprendí de todo en mi infancia, a coser, tejer, cocinar, vivíamos debajo de la montaña y escuchábamos a toda hora los bombardeos de la ciudad en guerra. Nosotros, que no teníamos nada ni para comer, compartíamos el pan recién horneado, al igual que los granos y la harina. Conocí desde niña lo que era pasar hambre en los túneles clandestinos mientras caían las bombas.
“Quien no haya vivido una guerra no puede imaginarse el inmenso sufrimiento que siembra en la vida y en la conciencia de todos. No lo sabe quien no lo haya vivido. No puedo comparar la guerra con la pandemia que vivimos. Ni comparación. Mi pueblo está en una colina, y lo bombardearon por mar, tierra y aire. Viví esa experiencia terrible, pero esta experiencia de la pandemia ha sido catastrófica para el mundo”.
Lidia Crescini D´Angelis está rodeada de recuerdos e imágenes de su esposo y de sus cinco hijos: Tarquinio, Leopoldo, María Antonieta, Paola y Lidia, con quien vive. Y de objetos de cuando llegó en 1948 a Cartagena. Ha sido testigo de la sobresaltada historia del mundo, entre guerras y pandemias. Tiene una fortaleza interior y una sensibilidad reflexiva, dice su hija Lidia. Lee a toda hora y busca siempre el lado humano de las historias. Ha vuelto a leer por estos días Los novios de Alessandro Manzoni.
La noche se desliza por su ventana y el mar es una sombra. Tararea para despedirse una vieja y nostálgica canción italiana: El violín gitano, que cantaban los soldados de regreso de la guerra. En sus suaves y dulces ojos color aceituna pasa la sombra del mar y su corazón se sacude como una ola, con la música de los recuerdos.