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Vuelo humanitario: las travesías de un repatriado

Crónica de una repatriación desde España a Colombia en plena pandemia del coronavirus.

El 8 de junio del 2020 en el Aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid tan solo se escucharon los dichos del costeño, la entonación del paisa y los chillidos del cachaco. El poco de andaluz, gallego y castellano que se percibía quedó oculto bajo la diversidad de los dialectos colombianos. Tres meses atrás, en marzo, dicho aeropuerto movilizaba casi 2 millones de personas. Ahora, el 8 de junio, las puertas del Terminal 4 o T4 –el pabellón destinado a vuelos internacionales– tan solo abrían para un grupo reducido de colombianos. Eran las 12 a. m, quedaban todavía cinco horas para que el IBERIA 657 despegara hacia Bogotá. El vuelo humanitario congregaba al último grupo hasta la fecha de colombianos repatriados desde España. (Lea aquí: Esposos colombianos deben separarse por vuelo humanitario)

El 25 y 30 de mayo ya habían salido aviones hacia Colombia, pero estos no habían colmado la cantidad de solicitudes de retorno al país. Según Migración Colombia, en España residen unos 95.208 colombianos. Asimismo, en marzo, justo cuando empezaba la cuarentena obligatoria, 16.000 colombianos viajaron al país ibérico. Con el cierre de fronteras el 17 de marzo, la única alternativa de retorno para estas personas era la solicitud de un vuelo humanitario. No obstante, había tanta gente atrapada que se generaba un cuello de botella: mientras se multiplicaban las solicitudes de retorno, disminuían las posibilidades de acceder a una plaza en un avión.

Solicitar un cupo en un vuelo humanitario es relativamente sencillo. Tan solo requieres ser colombiano. Es tan simple como ponerse en contacto con las embajadas y llenar una serie de formularios que confirmen tu identidad y que expresan las razones de tu retorno. Lo verdaderamente complejo es esperar a una respuesta de la embajada. Este es el momento más angustiante de todos, cuando completas tu solicitud y solo queda que te acepten. De inmediato, el silencio plaga tus días, mientras preparas todo para un viaje que no es certero.

Sabes que estás en la lista de espera, pero nada te asegura que tu caso será escogido por las autoridades consulares. Pueden pasar días o semanas antes de saber una resolución. Incluso te pueden avisar del viaje un par de días antes. Todo depende de tu posición en su lista de prioridad. Si eres un caso urgente, te han de avisar con tiempo. De lo contrario, quedas a la merced de esperar.

Todo cambia un día cualquiera. De la nada, recibes un llamada de un número desconocido. Las autoridades consulares te avisan que has sido seleccionado y te informan de la fecha y las condiciones del vuelo. En ese momento, tienes que garantizar que asistirás. Si la fecha no te conviene, perderás la oportunidad y cederás tu puesto. Aceptas y te enteras del costo por pasajero, unos 370 euros. No hay alternativa, pagas tu viaje al precio y con las condiciones que te indican. Antes de colgar, te piden que estés en Madrid un día antes del viaje y que lleves suficientes mascarillas y guantes para que los cambies cada cuatro horas. Sin esto, no podrás embarcarte en tu único regreso a Colombia. (Lea también: Vuelos humanitarios desde EE.UU., la felicidad de unos, la tristeza de otros).

Es el 8, día del despegue, y tus piernas están cansadas después de hacer una fila de 3 horas y media para embarcar las maletas. Todos los colombianos han llegado al mismo tiempo, cinco horas antes, como lo indica la embajada. Eso ha creado colas eternas, la del check-in cruza todo el aeropuerto. A esto hay que sumarle todos los procesos previos: en las puertas del T4 hay que confirmar tu identidad; también han de tomarte la temperatura (36,2 grados según la pistola térmica); luego hay que pasar seguridad para finalmente poder llegar a inmigración, donde un funcionario aduanero no te dirigirá la palabra, pero sellará tu pasaporte. En el aeropuerto nada está abierto, todos los locales de comida y de comercio permanecen cerrados. Los pocos españoles que te encuentras son los cuatro trabajadores de Iberia (compañía que organiza el vuelo), el personal de seguridad y dos funcionarios aduaneros. Por todo esto, la sala de espera es una diáspora colombiana encerrada en un pasillo de cristal.

Todos personajes desconocidos, de distintas procedencias. Los une un deseo de regreso y un temor al porvenir.

El avión es estrecho. Dentro no se ha tomado ninguna medida de prevención contra el coronavirus. Toda el aeronave está repleta, sin los asientos intermedios vacíos para evitar el contacto con los demás pasajeros. En la filas previas a embarcar o al check-in la gente no respetaba los dos metros de distanciamiento. Aun así, había el suficiente espacio como para marcar distancia. En el avión es imposible tomar medidas de protección más allá de los guantes y las mascarillas. Son diez horas de puro hacinamiento. El piloto intenta mantener la calma: “Los aviones filtran el aire de la atmósfera cada 2 o 3 minutos, lo que hace que el ambiente contaminado sea purificado a lo largo del vuelo. Este proceso logra expulsar el 99% de los virus y bacterias”. Al comienzo el panorama angustia, en especial, porque los demás tripulantes parecen ser ajenos a la situación; viajan como si no estuviéramos en una pandemia.

Al paso de las horas, te tranquilizas. Duermes y estiras a ratos las piernas entumecidas. Cuando aterrizas, lo primero que sientes es el alivio de una travesía terminada. Poco sabes que aún queda gran parte del trayecto. Son las 8 de la noche y Bogotá no se encuentra tan fría. Los protocolos de desembarque se han ralentizado. En la “nueva normalidad” los viajes se convierten en un laberinto de trámites y procesos. Antes de bajarse del avión hay que hacer una fila para que te tomen la temperatura (afortunadamente, 36,2 grados de nuevo). Luego, otra cola para entregar los documentos. En ese momento, te quitan el pasaporte y la cédula de ciudadanía. Al avanzar llegas a Inmigración, no a las cabinas habituales de El Dorado, sino a una enorme sala anexa en donde se han distribuido sillas con una separación entre sí de dos metros. Allí llenas una declaración de salud en donde expones si has tenido síntomas de COVID-19 en las últimas dos semanas. También completas un acta de compromiso en donde te responsabilizas de seguir las medidas de prevención ordenadas por el Estado. Ese documento te obliga a permanecer 14 días aislado. Romper esas condiciones puede significar entre 4 u 8 años de cárcel. Afortunadamente, tú has recibido esta información de la embajada antes de viajar. Ya has llenado los documentos y solo te queda esperar a que te devuelvan tu pasaporte.

Es ahí cuando más duro golpea el cansancio. Tienes las extremidades tullidas y el sueño te cierra los ojos en medio de esa silla. Cuando menos lo esperas, han llamado varias veces tu nombre. Un funcionario del Ministerio de Salud te entrega tu pasaporte de mala gana. Lo tomas suponiendo que han recopilado tu información para mantenerte rastreado. No le das importancia y continúas. Sales de Inmigración para encontrar que tus maletas ya no se encuentran en las bandas transportadoras. Han pasado 5 horas y los trabajadores del aeropuerto han bajado toda la carga y la han dejado tirada en el suelo. Sorteas entre una pila de equipaje hasta que encuentras la tuya: una maletona que roza estrictamente a los 23 kilos reglamentarios, ni más ni menos. Con tu carga en mano, por fin sales al frío capitalino. (Lea también: Más vuelos humanitarios para los colombianos atrapados en el exterior)

Queda mucho –las dos semanas de aislamiento y tu retorno a Cartagena–, no importa. Te conmueve regresar. Cierras los ojos en el carro camino a tu ciudad sintiéndote un poco más a salvo. En tiempos de incertidumbre, tu país te da seguridad. Después de todo, la gran ironía del repatriado es que, mientras muchos en cuarentena sueñan con sus viajes futuros, el exiliado tan solo anhela volver al casa.

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