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Las historias que pasan desapercibidas en los buses de Transcaribe

Una travesía por las historias que viajan a bordo de los buses de Transcaribe en Cartagena, los dramas humanos y sociales.

Soy el pasajero de los buses X-106 que atraviesa toda la ciudad de Cartagena desde El Rodeo hasta la Bodeguita, en el límite del antiguo Limbo. Lea: Esta es la razón por la que el pasaje de Transcaribe subió a $3.000

El servicio de buses articulados Transcaribe de Cartagena no es el mejor del mundo, pero tampoco es el peor. Es un servicio necesario que moviliza a miles de ciudadanos de todos los barrios de la ciudad. Es un servicio útil que transformó tardíamente la movilidad de los cartageneros que esperaron ese servicio, mucho antes de que el resto del país lo aplicara y modernizara. Mi amigo, el caricaturista Jorge Escalante, Panti, quien murió hace diez años, lo esperó durante tantos años, y no alcanzó a verlo. Y en sus últimos años fustigó como caricaturista a las autoridades del distrito que tardaron en pasar del deseo a la realidad, y en ese camino pedregoso, hubo una larga procesión de corruptos que saquearon los recursos públicos y dejaron a la ciudad a la espera de Transcaribe.

El de Cartagena tiene sus evidentes irregularidades y también sus evidentes virtudes, puede mejorarse, sin duda, pero también podría empeorarse. Lea: Video: Colados: un problema serio para la economía de Transcaribe

Recuerdo cuando se crearon los buses Ejecutivos, eran de color verde, impecables y funcionales en su tiempo, y al cabo de unos años se volvieron chatarras ambulantes, y en el decir del pueblo de a pie, se oxidaron y se volvieron “buses pringacaras”.

La palabrita “pringara” se usó en Cartagena para todo: en el mercado de Bazurto, la palabra surgió de las cocineras que se quejaban cuando la carne que fritaban era de regular calidad y chirriaba esparciendo al aire el aceite del caldero. Luego, pringara era también la comida, la ropa, los buses y los taxis, todo lo que empezaba a deteriorarse.

El mejor transporte que yo recuerdo con nostalgia era de los buses o chivas de madera que salían de Manga hasta Bocagrande, y no tenían ventanillas y todo el calor, o el viento y la palabrería de Cartagena, entraba como un soplo de luz y oscuridad y quedaba flotando entre todos nosotros, como un resplandor de palmeras, en el pequeño bus de madera.

El Transcaribe en el que yo viajo en este 2023 es un servicio moderno que empieza a deteriorarse. Lo que no se permitía desde un principio ahora es lo permitido sin límites y en ese desborde del mal uso se empiezan a notar los deterioros.

Hay fallas en algunas estaciones donde no hay ningún vigilante y no hay nadie vendiendo ninguna tarjeta y ninguna recarga. Algunos usuarios se meten por los torniquetes de control, volándose el compromiso de pagar y pasar la tarjeta, y otros se meten debajo del torniquete para violar el pago. Eso, en las estaciones como la del Pie de la Popa y Lo Amador, lo he visto varias veces.

Las historias que pasan desapercibidas en los buses de Transcaribe

Nadie puede negar que la pobreza ha crecido en Cartagena, desde mucho antes de la pandemia, y después de ella, se ha disparado en niveles abrumadores e insostenibles, hasta el punto que hay cartageneros que comen dos veces al día, y otros que pasan en blanco el día con un desayuno, porque los alimentos básicos de consumo cotidiano se triplicaron en valor. Nada de eso justifica una ciudad a la topa y tolondra en su seguridad y en sus altos índices de criminalidad y delincuencia, y mucho menos, algunos episodios de inseguridad en ciertas estaciones de Transcaribe. La sobrevivencia es el pan de cada día en Cartagena.

En los dos buses Transcaribe X-106 donde me subo de ida y regreso veo el drama de una ciudad en decadencia, y soy testigo del uso y abuso de estos buses articulados por algunos pasajeros que encontraron en este medio un espacio adecuado para el rebusque, la solidaridad ciudadana o, en casos peores, el espacio para asaltar. Escucho a cada uno de quienes se suben en el bus y percibo dramas terribles, incluso en el silencio de sus rostros.

Tengo compasión e inmensa paciencia para escuchar la voz desafinada del señor que canta joropos y la voz destemplada y triste de la joven que susurra baladas evangélicas, y más paciencia aún para aguantarme al marionetista que tararea champetas de doble sentido y recordarnos cada día que está urgido de esas monedas para pagar la habitación y comer algo.

Pero la legión de desamparados crece como en el sueño de las escalinatas de Jorge Zalamea y ya hay quienes se suben a pedir una limosna sin cantar ni ofrecer nada, solo para exponer su desamparo a la vista de todos. Es un drama que rebasa a Cartagena, ciudad de riquezas y miserias extremas.

Entre las historias que más me han conmovido a bordo de los buses de Transcaribe está siempre el drama de los desempleados jóvenes y viejos. Pero me conmueve mucho percibir la ilusión de los jóvenes que inician sus estudios universitarios. Me emociona ver a dos o tres jóvenes compartiendo sus propios conocimientos y conversando de las clases que están recibiendo en sus universidades. El mundo parece una esperanza incontaminada en la inocencia y la ingenuidad de esos jóvenes que, sin duda, son una reserva humana en el mapa incierto e impredecible de la ciudad y el país.

Me conmueve también el drama de las jóvenes madres que dependen en absoluto de un marido ausente, y no han aprendido de la vida que requieren aprender un oficio o una vocación, para defenderse de manera independiente.

Es una historia lamentable que se repite en las barriadas de Cartagena. Embarazos de niñas y preadolescentes, niñas y jóvenes que ante lo inesperado que no ha sido planeado ni deseado, se ven obligadas a abandonar sus estudios para hacerse cargo de la criatura por nacer. O buscar afanosamente, y a ciegas, un trabajo que no siempre es un trabajo digno, sino una propuesta indecorosa e infame de humillación y prostitución.

No todo es infernal en los buses y en la vida de Cartagena. Hay seres humanos que aún no han perdido su esencia de dignidad y valentía ante la pobreza y la adversidad. Seres que han encarado la pobreza con ingeniosa perseverancia. Hay ejemplos de experiencias comunitarias en Cartagena, que logran impactar a sus semejantes y mejorar la calidad de la vida.

Pienso siempre en Mamá Lorencita, en San Francisco, con su comedor comunitario en su casa, para niños y jóvenes. Pienso en mamá Ema, del barrio El Socorro, que va a visitar a los presos en la cárcel de Ternera, a darle un soplo de esperanza a los muchachos que ella ve como ángeles caídos cuando han cometido una infracción o un delito, y ve en ellos una segunda oportunidad para sus vidas, o una posibilidad de redención. A veces la mirada humana se detiene más en el juicio que en el acto de amor. Nos convertimos en jueces de los demás y abandonamos lo esencial que es la amorosa comprensión.

Ayer, por ejemplo, se me sentó al lado una jovencita, casi una niña, con otra niña de manos, de solo dos años y medio. Le pregunté si era su hija, y me dijo que sí. Le pregunté qué edad tenía. Me dijo: 18 años. Había tenido a esa niña a sus quince años y unos meses, y ahora, ante la ausencia del joven padre irresponsable, vivía junto a sus padres. La niña detuvo su mirada en el Cementerio Jardines de la Eternidad, y le preguntó a su mamá qué era eso. Y ella le dijo: “Un cementerio”. La niña siguió viendo a través de la ventanilla del bus, y solo vio el inmenso colorido de las flores que estaban al pie de las tumbas. Eran margaritas amarillas, rojas y naranjas, rosas blancas y rojas, gladiolos amarillos. La niña siguió asomada con inquietante curiosidad, viendo que incluso en la puerta del cementerio, había señoras vendiendo flores. Entonces preguntó: “Mamá, ¿ese es un cementerio de flores?”.

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