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La historia se sienta a la mesa

Las formas de la silla, la mesa y la cama también han viajado en el tiempo de la estética y los secretos de la historia.

La historia se sienta a la mesa. Poco se ha escrito sobre la historia de las sillas, mesas y camas que en casi cinco centurias han acompañado y sobrevivido a sus dueños en Cartagena de Indias.

Las formas del mobiliario cartagenero tienen una historia vinculada a la íntima epopeya de su delirio, de sus episodios dramáticos vividos en tres siglos de dominio colonial, en siglos sobresaltados por ataques piráticos, a sus guerras de independencia y, por supuesto, al rico e intenso mestizaje entre Europa, África y América.

También la historia ha tallado su memoria en madera, como quien intenta leerla en sus vetas oscuras y claras, como quien ve en las noches de la madera los amaneceres del pájaro. O quien intuye que las formas de la silla, la mesa y la cama también han viajado en el tiempo de la estética y los secretos de la historia.

Al ver sentado a Donaldo Bossa Herazo como un patriarca, vestido de blanco, en uno de las antiguos sillones tallados del Palacio de la Inquisición, me asombró descubrir que algunos muebles que le rodeaban habían resistido el paso del tiempo, y tuve el pálpito que allí, sobre el cuero envejecido de la madera, se habían sentado muchos presidentes de la Academia de Historia de Cartagena y, tal vez, criaturas olvidadas por el tiempo, etéreas, fantasmales, en la breve duración del tiempo humano.

Recordé aquel verso de Borges que nos precisa que, al morir, los objetos no extrañan a nadie y siempre nos sobreviven, más allá de los espejismos.

Me dolió saber que el mobiliario que acompañó al general Bolívar en Cartagena, en la calle San Agustín Chiquita, fue prácticamente destruido cuando el dueño de la vieja casa se enteró de que el general había muerto de tuberculosis.

Imagino a aquel señor atormentado, como si estuviera en tiempos de peste, preguntando dónde puso la mano el general para quemar la madera.

Donaldo Bossa Herazo, que era la memoria viviente de la ciudad, el autor del Nomenclator cartagenero, era la Biblia de las cosas mayúsculas de la historia local, pero también de las minúsculas.

Cuando alguien se le acercaba, lo primero que le preguntaba era el nombre y de inmediato procedía a contar los laberintos del árbol genealógico y el origen de los apellidos. Cuando le presenté a mi amigo Limberto Tarriba, le dijo: “Usted no es Tarriba, sino Tárrega”. Los apellidos también mudan de formas en el tiempo y según las circunstancias. Así que también rebatía situaciones que generaban controversia. La estampa de Donaldo era una versión tropical y local del poeta cubano Lezama, que había viajado por el mundo sin salir de La Habana y se proclamaba “un peregrino inmóvil”. (Le puede interesar: Algunos secretos de la historia de Cartagena)

Pero Donaldo era un viajero que desde muy joven salió de Tolú, su tierra natal, llegó a Cartagena de Indias y emprendió viajes por Europa. Mirando su propio árbol genealógico, estaba emparentado con Pedro Romero, herrero y líder de los Lanceros de Getsemaní que enfrentó al ejército español, desafió la autoridad virreinal y participó con la barriada y toda su familia en la guerra que culminó con la Independencia de Cartagena de Indias, más allá de la proclamación del Acta de Independencia el 11 de noviembre de 1811. Donaldo heredó el escapulario de la virgen de Nuestra Señora de las Mercedes que llevaba Pedro Romero cuando llegó a Los Cayos, Haití, huyendo del sitio de Pablo Morillo.

La mirada del cronista se fijó en la madera y en las formas de los muebles que rodeaban a Donaldo, para esta memoriosa crónica a destiempo.

Un día Donaldo Bossa Herazo me regaló un pequeño libro sobre el origen del mueble colonial cartagenero del siglo XVII, publicado por Gráficas El Faro en 1975. Y un poemario suyo titulado Viñetas y otros poemas, publicado en 1961. Y en la dedicatoria recordó que él también, cuando joven, escribía versos y seguía los pasos de Rubén Darío. Conservo esos tesoros: su Nomenclator, el libro El mueble colonial cartagenero del siglo XVII y el poemario.

Silla y cama cuentan su historia

Entonces, ¿quieres saber la historia de esta silla?, preguntó con humor Donaldo Bossa Herazo.

“Mire, estos primeros muebles que llegaron a Cartagena de Indias heredaron el estilo renacentista español, con su estilo sobrio, anguloso, recto, decorados con medallones renacentistas severos, pero con elementos arquitectónicos sencillos. Esos muebles españoles contrastan con el lujo de otros países europeos y pareciera que huyeran de la comodidad. Es el mueble que el conquistador trajo a las Indias Occidentales y a la Cuenca del Caribe”.

Hasta el siglo XVIII, el mueble incómodo de los españoles conquistadores, que tenía mucho de conventual y religioso, se usó en Cartagena de Indias y en las colonias americanas. En ese siglo XVIII el imperio cambió de dinastía, “y a los piadosos y retraídos Hansburgos suceden los mundanos y refinados Borbones. Y esto repercutirá en todos los órdenes de la vida española. Bajo la influencia de los Borbones no solo se cambiaron los Escoriales por Versalles, sino sillas frailunas por sillones Regencia y Luis XV”. Y ocurrirá una mutación: será la edad de las maderas de color, decoración homogénea, heterogénea, sensual y con ella, precisa Donaldo, vendrá la “asimetría, la elegancia, la fantasía caprichosa”, dice al citar a E. Rouveyre. El estilo Luis XV cruzará el mar y llegará hasta nuestras orillas, “en los equipajes de los virreyes y en los potentados criollos”. El mueble colonial cartagenero del siglo XVIII heredará tardíamente el estilo Luis XV. (Lea también: Cartagena, una historia de fuego)

Cuenta Donaldo que los muebles del Marqués de Valdehoyos los importó de España y los llevó consigo a La Habana. Y la mesita de cedro donde está sentado Donaldo Bossa es una humilde mesita Luis XV, en donde escribe a máquina, y se ríe al decir que es un “Luis XV deshidratado”.

El mueble criollo

Donaldo me recuerda que las sillas, las camas y las mesas son una presencia desde la cuna hasta la tumba. Y precisa que en Cartagena de Indias, donde el ambiente es caliente, húmedo, “nuestro mobilario dieciochesco, cómodo y acogedor, se resiente de sobriedad, de rigidez y de pesadez. Lo caracteriza la ausencia total de tapizado, y la casi ausencia de talla, reemplazados por la madera, el cuero y la paja tejida”, y nos recuerda que el mayor lujo del mueble criollo es el torneado.

Incluye en su pequeño libro la imagen de un enorme mueble de cedro que perteneció a la Iglesia de Santo Domingo y reposa en el Museo Histórico de Cartagena. Es un mueble incompleto del siglo XVII, al que le faltan dos cuerpos y una docena de escaños. También retrata un canapé con patas cabrioladas y un espaldar tapizado que, según él, podría remplazarse por cuero; retrata una butaca de cedro con patas torneadas y un espaldar y asiento de cuero clavado con tachuelas de cobre; un sillón de madera dura, de caoba, con asiento y espaldar de paja tejida; una mesa de cedro con las cuatro patas cabrioladas, terminadas en patas de ganso calada; una cama de madera dura (él sugiere de bálsamo o polvillo), con sus columnas, copete o cabecera.

Su memoria de elefante recuerda que en 1780 había en dos barrios de la ciudad dos tallistas, uno de 24 años y otro de 25. La talla se consagró en las patas de las sillas y asientos, columnas de lechos, armarios, copetes, etc.

La talla en los retablos ya es otra cosa, explica Donaldo.

“El retablo es mueble para Dios, no es para los hombres”.

Epílogo

Donaldo se levantó de su sillón Luis XV y habló esta vez de la hamaca como el lecho suspendido que los conquistadores descubrieron en América, un invento indígena, que para él “incita al descanso, al ocio, a la comodidad”.

Entonces, sin perder la oportunidad de poetizar el dato histórico, me dijo algo que había escrito: “El español del siglo XVI pasó de los lomos del caballo del Cid a los brazos mórbidos y abiertos de la hamaca. Acostarse en una hamaca es casi como acostarse con una mujer amada”.

Donaldo parecía inmortal. Cuando la muerte tocó a su puerta, aplazó ese instante supremo e inevitable, y le dijo a sus más cercanos colaboradores que fueran incrédulos el día en que el médico les dijera que él ya estaba muerto.

Él reclamaba una segunda oportunidad sobre la Tierra, pensando que a muchos que creyeron muertos los enterraron en estado cataléptico. Y entonces, lo sabrían cuando después de golpear la madera del ataúd, encontrarían el cadáver movido de su posición de momia, volteado y con las manos crispadas antes de morir.

Me llamaron para decir que Donaldo Bossa Herazo había muerto, y lo puse en duda.

Más allá de su muerte, siguen intactas aquellas conversaciones, sus libros y sus recuerdos. Y su inmensa sabiduría, su gran sentido del humor, y su gracia para contar estos secretos de la historia de Cartagena de Indias.

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