En mi primera infancia viví la ausencia de mi padre, quien se fue para México cuando yo tenía 2 años. Nos fuimos mis hermanas Gloria y Amparo, muy cerca de Ibagué, en San Bernardo, a la casa de mis abuelos Gabino Triana y mi abuela María Mejía, que tenían 9 hijos menores que nosotros. Mi abuelo comerciaba con panela. Mi padre regresó cuando yo tenía 6 años. Abuelo Gabino hacía mesa con sus 9 hijos, entre los que estaban mis tíos Miguel, Marialis y Alberto, y nos hacía mesa aparte a nosotros 3. A San Bernardo regresamos en 2019 al homenaje que le hicieron a mi padre. Mi abuelo era una especie de Bernarda Alba en masculino, que le compraba la ropa a mi abuela. Un día decidimos escaparnos de la casa del abuelo y salimos los tres, al amanecer, en un tren rumbo a Bogotá, a la casa de tía Ligia, hermana de mamá. Papá apareció en Bogotá, volvimos a Ibagué, hasta que la familia volvió a Bogotá. Papá consiguió un trabajo de dibujante arquitectónico y mi madre le reprochó: ‘¿Me casé con un pintor o con un dibujante de arquitectura?’. A mi abuelo Tulio Varón lo mataron en la Guerra de los Mil Días. Sus hermanos, Mardoqueo, Genaro y Rubén Varón, estuvieron muy cerca de mi madre y de nosotros. (También le puede interesar: Teresita Gómez y Jorge Triana, ganadores del Premio Nacional Vida y Obra)
El Automático fue el café de una generación colombiana muy interesante. Siempre me preguntaba desde niño por qué se reían tanto los tipos que iban al café El Automático. Y es que el ambiente era de mucho humor. Mi padre tenía allí un grupo de amigos muy entrañables. Iban Ignacio Gómez Jaramillo, Diego Montaña Cuéllar, Marco Ospina y Darío Jiménez.
En el café El Automático se dieron cita muchos intelectuales colombianos. Allí conocí a Jorge Zalamea Borda y a tantos que llegaron como García Márquez, Alejandro Obregón. Eran los tiempos turbulentos de la violencia bipartidista, después del magnicidio de Gaitán. La gente salía a beber café y aguardiente, y a hacer una tregua laboral en el día. Mi madre me pedía que fuera a buscar a mi padre en El Automático, para que regresara temprano a casa. Allí conocí y me hice amigo de Diego Montaña Cuéllar y de sus hijos, y me casé con Rosario, su hija, madre de mi hijo Rodrigo.
Empecé al revés poco después de inaugurarse la televisión colombiana, bajo el gobierno de Rojas Pinilla. Recuerdo que trajeron 300 televisores en blanco y negro para todo el país y en la calle donde yo vivía había un solo televisor que veíamos todos los niños de la vecindad. Un día vi el programa El mundo del niño y me encontré con que uno de los actores era un compañero del colegio: Jaime Mariño. Le pregunté cómo había hecho para entrar a la televisión y me invitó. Fui al Radio-Teatro de Radio Nacional y allí actué en la primera obra, en un monólogo sentado en un árbol. Era el papel del Lobo Feroz en Caperucita Roja. Allí estuve tres años. Más tarde, a los quince o dieciséis años, con Gloria Triana, mi hermana, hicimos el montaje teatral Los hijos terribles de Jean Cocteau. Era una obra existencialista, compleja, sobre la razón de la vida, y fue una sensación.
Estudié en Praga teatro y cine y tuve entre mis profesores a Milán Kundera. Regresé a Colombia a fundar el Teatro Popular de Bogotá en 1968; en más de treinta años, fue una escuela de formación de actores y actrices, muchos de ellos se consagraron en los dos lenguajes, tanto en el teatro como en el cine. Creo que el repertorio abarcó no solo lo clásico y universal, el teatro de Shakespeare, de Ibsen, Arthur Miller, sino también el repertorio del teatro nacional y latinoamericano. Durante treinta años, todas las noches, teníamos teatro para toda la ciudad. Fue una etapa extraordinaria de mi vida y, sin duda, un momento significativo para el teatro colombiano. Y cerrar un teatro es como enterrar un hijo. Cada día que pasaba era insostenible pagar una nómina de celadores, actores, actrices, y esa situación me estaba carcomiendo. Al final, lo cerramos y concluí que eso abriría otras posibilidades porque yo seguiría dirigiendo en diferentes lugares de Colombia y el mundo, como ocurrió. Seguí dirigiendo en el Teatro Nacional, en Lima, en Nueva York, en Washington, etc. Me quité de encima algo al empresario teatral que durante tres décadas fomentó el teatro popular y logramos que el público se conectara con la gran literatura dramática clásica y contemporánea: desde Romeo y Julieta, de Shakespeare, las obras complejas y psicológicas de Chejov, los dramas sociales y políticos como I took Panamá, que cuando lo estrenamos en Panamá fue tal el éxito que el público rompió las puertas del teatro para verlo. Tuvimos mil funciones de esa obra exitosa, tres montajes y tres elencos. Esa obra es el fresco puñal de la Colombia herida que aún no se ha podido sanar. Estados Unidos nos arrebató del corazón colombiano el territorio de Panamá. Y obras como La muerte de un viajante de Miller, que, para mí, es la gran obra del siglo X. En ese género psicológico dentro del drama de una familia, núcleo de todo un sistema, hay una historia conmovedora.
Jorge Alí es el actor excelso de La muerte de un viajante y el director y productor de tantas aventuras en el teatro, el cine y la televisión. En la televisión colombiana se recuerda su dirección de Los pecados de Inés de Hinojosa, basada en la novela de Próspero Morales Pradilla. El Cristo de espaldas, basado en la novela de Eduardo Caballero Calderón. La serie Crónicas de una generación trágica, en el V Centenario de la llegada de Colón a América, asesorada por García Márquez, sobre aquella primera generación de muchachos intelectuales de este país que acompañaron a Mutis en la Expedición Botánica y fueron fusilados por Pablo Morillo en la reconquista española, con la creencia de que “España no necesita de sabios para fusilarlos”. Era una historia que valía la pena contar. También hicimos las series sobre Bolívar, Nariño, Obando, en Revivamos nuestra historia, con textos de Eduardo Lemaitre. La conexión entre teatro, cine y literatura ha sido un común denominador. Sus montajes teatrales de La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, y los montajes de las obras de García Márquez: La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada, Crónica de una muerte anunciada, la novela Doña Flor y sus dos maridos, de Jorge Amado, la novela de Alonso Sánchez Baute, Al diablo la maldita primavera. Hasta lo más reciente: La luz de tus ojos, que recrea la vida de Lucy González, el porro y las historias de las sabanas sinuanas.
Invité a García Márquez a ver juntos la película Tiempo de morir, basada en una historia autobiográfica suya y dirigida por mí, con su aprobación. El filme fue restaurado por Patrimonio Fílmico y Pro Imágenes. La frase obsesiva del texto es la confesión de un drama que el abuelo Nicolás Márquez, veterano de la Guerra de los Mil Días, le transfiere a su nieto al contarle que ha matado a un hombre en un duelo de honor en Barrancas: “Tú no sabes lo que pesa un muerto”. Bebíamos whisky y de repente, en la oscuridad del teatro, García Márquez me dio un codazo para decirme: “La película huele a Colombia”. Le pedí a Gabo que me permitiera utilizar una escena de su cuento En este pueblo no hay ladrones y me respondió que no. Le dije que al filme le faltaba una escena. Tanto miedo tiene de matarlo, dice uno de los personajes, que lo va a matar de puro miedo. Gabo me llamó y me dijo que la enviaría. Un día me llegó el párrafo de la escena por fax a las 9 de la mañana. Es la escena de Juan Sáyago jugando en el billar y encontrándose con una prostituta que lee las cartas y le dice: “En este pueblo hay un tipo al que le pegarán un tiro en la frente”. El papel fue escenificado por Nelly Moreno. Cuando la vimos, Gabo, sonriente ante la escena que había escrito, me preguntó: “He aprendido, ¿verdad?”. Pienso que Gabo, en la escena teatral o cinematográfica, funciona más en la metáfora. Después hicimos Edipo Alcalde, en 1996, y Gabo fue profético sobre este drama griego aplicado a Colombia. Allí percibió la tragedia que viviríamos con el paramilitarismo.
Ha vuelto a leer en la pandemia el cuento clásico A la diestra de Dios Padre, de Tomás Carrasquilla, en el que Peralta amarra a la muerte en el patio y nadie muere en el pueblo. El arte de contar no se acabará mientras existan los seres humanos. Jorge Alí recuerda un cuento del cubano Jorge Onelio Cardoso en su libro El cuentero, en donde un campesino narra la historia de una serpiente que se le cruzó en el camino. Tenía 100 metros la serpiente. Uno de ellos, que estaba cansado de los cuentos, dice que era imposible ese tamaño. El cuentero se siente burlado por el amigo aguafiestas. Y no vuelve a contar historias. La desolación aparece en los rostros de los amigos. Y el aguafiestas dice un día, desesperado por la ausencia de historias: no lo creerán, pero vi en el río a una serpiente de 120 metros. Jorge Alí se ríe. Ha nacido para contar historias.