Bernardo Machado vio morir, en estos días aciagos de lluvia en Cartagena, a su esposa Alejandra Patiño. Había vivido con ella cerca de medio siglo. Ella se fue apagando como un colibrí, bajo la delgada luz de la habitación en el Hotel Bellavista, donde habían vivido los últimos años.
Alejandra era otra luz debajo de la sombra espléndida de los reflectores y las fotografías de Bernardo. Siempre lo acompañó y se las ingenió para que sus fotografías pudieran incorporarse a otros formatos, como el papel o la tela. Antes de la pandemia, los dos iban religiosamente, como hace ocho años, a vender sus fotografías en el regazo del Parque de los Periodistas, bajo la luz de los almendros del Baluarte de Santo Domingo, muy cerca de la Bóveda Número 1, donde existe la Galería Libro Café.
La pareja, confinada en su habitación desde marzo, porque ambos eran mayores de setenta años -aunque con alma de aventureros felices y amorosos-, solía caminar en la madrugada y bañarse en Marbella, muy cerca de esas olas donde hace doce años dormían y donde viajan las cenizas de otra mujer, Faustina Caraballo, cuya voluntad, poco antes de morir también de cáncer, era que sus cenizas fueran arrojadas a la tumba flotante de Marbella, donde ella y sus hijos habían sido también muy felices y donde vive además el mayor de sus hijos, Eparkio Vega Caraballo. También en el agua duermen su sueño eterno sus hermanos Jimmy y Evelia.
Con la muerte Alejandra, el fotógrafo Bernardo Machado cumplió el deseo de su mujer: cremarla y dispersar sus cenizas en Marbella. Esta ceremonia íntima, en plena pandemia, fue clandestina y con solo siete personas. Bernardo llevaba las cenizas de la mujer que tanto amó en un cofre de madera tallado. Le hablaba como si estuviera allí, encendiendo un cigarrillo contra el viento, desafiando la soledad, la edad y el tiempo.
Era el mismo lugar donde ellos se bañaban, el mismo ámbito de las madrugadas de a pie dejándose acariciar por la arena. Al lanzar las cenizas, arrojó también un manojo de flores blancas. Eso ocurrió hace poco. Casi se encuentra con una ceremonia similar: la José Vega Pallares, el esposo de Faustina Caraballo, que el miércoles 14 de octubre cumplía años y él, para recordar la fecha especial de su natalicio, llegó temprano a Marbella con su ramo de flores blancas, a arrojar pétalo a pétalo por la memoria de su mujer.
Dos hombres en Cartagena arojándoles flores blancas a sus mujeres... Esa escena es tal vez uno de los episodios más conmovedores en este tiempo de pandemia. La fragilidad de dos seres viudos con ramos, rindiendo homenaje al amor más allá de la muerte. Es de una nobleza y una dignidad sublime y ejemplarizante. Al verlos, he recordado el verso de Serrat que sentencia que si uno va a llorar, que sea frente al mar, para que sus olas y su sal se lleven las lágrimas.
Bernardo sobrevive de milagro, sin quejarse de nada, solo a punta de la gracia de sus fotografías artísticas, en las que ha captado a Cartagena en blanco y negro y a color en todos los ángulos posibles a través de más de medio siglo de vigilias. Ver sus fotos es reencontrarse con algunas imágenes de una ciudad que ha desaparecido por la devastación de la codicia y la usura urbanística, pero también otra ciudad que se resiste a desaparecer bajo el regazo de los manglares y el entramado del laberinto del agua de la ciénaga y la bahía.
En su habitación, donde ronronean por los pasillos los cuarenta gatos de Enrique, el sigiloso dueño del hotel ve la mirada insistente de uno de los gatos que tiene la percepción agudizada y tiernísima y el afinado olfato de las ausencias y presiente que ya Alejandra no está entre ellos, solo en forma de recuerdo, memoria, sentimiento o, tal vez, de brisa tibia al amanecer frente al mar.
Bernardo y José, los dos en sus soledades, tienen a sus mujeres sepultadas en la morada del agua en Marbella. Cuando pasan por allí, no están mirando la playa o el horizonte o el color de las aguas. Están mirando el espíritu de sus mujeres convertidas en olas aún más azules y aguamarinas, danzando bajo la luz de Cartagena.
Los dos han ido a llorar en secreto frente a esas aguas. Pero esas lágrimas dulcifican el fluido de las olas.
No están solos, aunque sus ceremonias sean solitarias. No están solos, aunque miren el cielo y piensen en un señor de barbas demasiado blancas que contempla desde las azoteas del cielo, el espectáculo tierno y bárbaro del mundo, el espectáculo de nacer, amar y morir, muy cerca de ese paraíso y ese infierno que es Cartagena.
Bernardo tiene la dignidad y el coraje en su mirada luego de este drama personal, pero se lleva en este miércoles una sorpresa que lo ha dejado enmudecido: en ese mismo Parque de los Periodistas donde ha estado en los últimos ocho años vendiendo sus fotografías, ha encontrado ahora, como en la canción quítate tú pa’ ponerme yo, a un vendedor de sombreros que intenta destronarlo de su ámbito laboral. Todos tienen derecho a rebuscarse en una ciudad tan desigual, pero no pisándole los talones al que, además de la tragedia de la muerte de su mujer, le despojan del derecho a trabajar.
José Vega tiene aún unos pétalos blancos despojados por la brisa en su camisa de viudo. Pero en sus ojos hay una luz más intensa y perdurable que la de octubre. Es el coraje de resistir la soledad más allá de la muerte.