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El pájaro de mal agüero que hace caer en cuenta el amor por la vida

En los pueblos del Caribe, el canto del yacabó suele traer la mala noticia de la muerte. Por eso todos espantan a ese pájaro que nunca suele equivocarse cuando se postra en una casa.

Nos despertó el canto terrible del yacabó en los techos cercanos de la casa, y sentimos sacudir sus alas embistiendo el viento encrespado de la noche. Abuela dijo: Es el yacabó. Y se santiguó al escuchar el eco de su canto entre los mamones y los totumos del patio. Alguien susurró en la casa vecina: ¿Oíste al yacabó? ¿Dónde se paró? Parece que se paró en la casa de Isabelita, dijo abuela. No, rectificó abuelo: Se paró en la casa de Hilda. Y al nombrar a Hilda, fue la misma Hilda la que preguntó en el patio vecino: ¡Ni lo permita Dios que ese pájaro se pare en mi casa! ¡Ese pájaro está en la casa de Carmen Milo! Y al nombrarla oímos la voz pedregosa de Carmen Milo, diciendo: Yo no he oído al yacabó aquí. Está cantando en la casa de Escolástica. Y Escolástica dijo: ¡Cómo se te ocurre! No ves que está cantando donde Juana Domínguez! Y Juana Domínguez que no ha había podido dormir se asomó al patio: ¡Avemaría Purísima aleja a ese pajarraco que viene a cantar la muerte! ¡Aquí no es! Recuerde aquí: Una riña por un pájaro deja un herido y cuatro capturados

El grito de Juanita resonó en la calle. ¡El yacabó está cantando en el techo de la casa de Nena Uparela! Y Nena Uparela asomada en su balcón dijo: ¡Aléjate de aquí, yacabó! Y el yacabó voló a la casa de Ricardo Ulises. Y Ricardo Ulises vio la sombra del pájaro en la palma oscura de la casa y con su único ojo bueno, el izquierdo, parpadeó hasta alejarlo, manoteando el aire. ¡Adiós luz que te guarde el cielo, animalejo inmundo! Y el yacabó voló a tres casas vecinas dejando una estela de terror entre todos. Escolástica sacó su rosario y empezó a rezar. Juanita lo espantó con tres oraciones que endulzó y calentó con agua de panela. Carmen Milo sacudió sus escobas de varitas y apuntó contra el pájaro. Le aterró ver algo parecido a la mirada de un búho y se preguntó si aquella mirada oscura y perversa venía a llevársela a ella. No debí mirarlo y menos que ese animal me mirara, dijo Carmen Milo.

Nadie era capaz de matarse, solo de morirse de risa, porque todo el mundo sabía que la vida era el mejor invento que se nos había dado de la mano de ese señor invisible.

En todo el pueblo el canto del yacabó en la medianoche era el anuncio de un nuevo muerto. Todos se miraban extrañados y se preguntaban en silencio, a quién le tocaría el turno. Ni siquiera al más viejo del pueblo en Juan de Sahagún podía vérsele el golero detrás de la oreja, porque los más viejos se rejuvenecían bebiendo chicha de maíz, comiendo arroz de moncholo ahumado, y comiendo manjares de babilla en revoltillo de huevo preparados por los indígenas zenúes. Así que nadie podía intuir que el próximo muerto pudiera ser una niña de diez años o un padre de cuarenta años. Menos, intuir que la muerte ocurriera al salir a un patio aparentemente inofensivo bajo la sombra de los ceibas en donde aún dormían las serpientes y los secretos emisarios de la muerte que vivían remunerados y cínicos en el oficio miserable de matar debajo de la funeraria del pájaro yacabó. La muerte llegaba siempre tarde en el pueblo. Las mujeres sobrepasaban los cien años y los hombres apacibles y sin sobresaltos en sus hamacas y en sus taburetes bebiendo café y comiendo bocachicos podían durar hasta más allá de los ciento veinte años como Francisco Barriosnuevo Choperena, de Magajual, o ciento sesenta y siete años como Javier Pereira, de Tuchín.

Nadie se moría sino de viejo, y la violencia era una pelotera de patios de bahareque, aún sin alinderar, donde en una madrugada se perdía una gallina o un pavo, y aquello era una consternación tanto en el gallinero como en toda la casa y en todo el pueblo. El ladrón de gallinas era un malvado al que debía excomulgarse y expulsarlo del pueblo. Y el ratero de iglesia era un pervertido que ya había elegido el infierno como lugar de residencia. Nadie era capaz de matarse, solo de morirse de risa, porque todo el mundo sabía que la vida era el mejor invento que se nos había dado de la mano de ese señor invisible y nadie era capaz de dudarlo ni de contrariarlo porque la vida era el asunto sobrenatural por el que todos debíamos estar agradecidos, aunque viviéramos en la más íngrima de las pobrezas. Lea aquí: “Seguiremos defendiendo la vida desde la gestación”: Iglesia

Y todo el que esperaba que naciera alguien, un niño o una niña, primero lo imaginaba antes de concebirlo, le ponía alas a la imaginación de soñar a una nueva criatura y hacía una lista de nombres tan sonoros y extraños como el de mi familia: Teofrasto, Honorio, Ulises, Escolástica, Ricardo III, Adelma, Carmelita, Lola, Hermógenes, para recordar algunos, y al decir en voz alta esos nombres, la misma familia buscaba resonancias íntimas a aquellos nombres, y en la aventura de soñar, se creaba un reino de ilusiones a veces fantasiosas para el niño o la niña que había a nacer. Carmen Milo alertó a una muchacha que estaba embarazada de siete meses para que no escuchara el canto del yacabó. Y buscó al médico Teofrasto preocupada porque había soñado que la criatura iba a nacer muerta. Teofrasto no alcanzó a llegar a la casa de la muchacha embarazada. Solo la vio pasar al día siguiente y cerrando los ojos dijo: Qué lástima. Va a morir en el parto. No se lo dijo a Carmen Milo, pero vio la sombra de su pensamiento en la frase silenciosa de sus labios. El yacabó se detuvo en la casa de la muchacha. Antes del mediodía ocurrió el parto, y en efecto, la mujer murió en el parto. Pero el llanto de aquella niña nos devolvió la esperanza huidiza y escamoteada de la vida.

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