La vida ha cambiado incluso para la muerte. El coronavirus ha sido capaz, desde su dimensión tan microscópica y hábilmente contagiosa, de convertirse en una pandemia que ha llegado desde China para trastornar hasta la manera como sepultamos a nuestros muertos, porque en estos días la gente sigue muriéndose por otras cosas, ya saben: un ataque al corazón, la vejez, una bala, un accidente, otras cosas.
“Aquí estamos cumpliendo con todo el reglamento interno —me dice Wilmer Neira, coordinador de seguridad de Jardines de Cartagena—, estamos dejando ingresar solo ocho personas a sala de velaciones, no se ingresa más personal”.
Las palabras de Wilmer están respaldadas en tres hojas blancas pegadas justo en el portón del camposanto, allí se lee Decreto 457 del 22 de marzo de 2020. “Por el cual se imparten instrucciones en virtud de la emergencia sanitaria generada por la pandemia del CIVID-19 y el mantenimiento del orden público”, dice una de las hojas, en la que también se explican las condiciones del aislamiento que rige para todo el país y que, por ahora, va hasta el 13 de abril, y lo que les pasará a quienes se atrevan a violarlo, ¿pero qué implica todo esto para los sepelios, a los que en Cartagena y Colombia suelen asistir más de 50 personas? (Lea aquí: Turbaco tiene su primer caso de coronavirus y Cartagena llega a 27)
Y ya en el sepelio, sepelio, ¿cuántas personas dejan asistir?
-Ocho, los mismos que van a sala son los que van al sepelio.
¿Y la gente cómo reacciona?
-Las personas se rebotan. Dicen que nosotros deberíamos dejarlos entrar, porque son muy allegados, familiares. A veces vienen veinte, a veces vienen treinta. Por fortuna, tenemos el apoyo de la Policía.
Wilmer y sus compañeros me explican que los familiares de algunos difuntos incluso han intentado golpearlos varias veces, que se desesperan al límite porque quieren ver a su muerto hasta que le caiga el último gramo de tierra al ataúd. “Nos tratan mal, nos tratan feo, nos dicen palabras malas, obscenas, palabras de aquí de Cartagena”, cuenta Wilmer, prefiere no repetir esas palabrotas.
La segunda hoja me reafirma que los parques cementerios “están cerrados al público” y que “solo pueden ingresar para inhumación y un máximo de 8 personas” entre las 9 de la mañana y las 4 de la tarde. Las oficinas comerciales y administrativas están cerradas.
“Hoy ha habido cuatro sepelios. Hasta ahora han llegado cuatro, el de ahorita no es seguro —vuelve a decir Wilmer, son las cinco de la tarde—. Eso (el número de “servicios”) varía, a veces hay seis, diez, once, nueve, otras veces hay uno, dos, cuatro, eso varía bastante”. Antes de irme, los vigilantes me explican que cada sepelio dura, en promedio, media hora y me dan un mensaje para hacérselo llegar a toda Cartagena:
“Que cuando vengan a acompañar a sus difuntos, que traigan sus tapabocas, sus guantes, que esto no es invento de nadie, que vengan poquitos familiares”. (Le puede interesar: Primera paciente con coronavirus en Cartagena sería dada de alta el lunes)
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Afuera de Jardines de Cartagena, José Meza, el jardinero, ha cambiado un poco la rutina habitual que venía cumpliendo todos los santos días desde hace 27 años: como apenas le dan dos horas para hacer su labor dentro del camposanto, por estos días solo atiende la mitad de tumbas que normalmente regaba: “Cuido normalmente unas 50, ahora lo que estoy haciendo es que riego 25 en las dos horas y al día siguiente las otras 25. Las tumbas que pagan puntual son las que atiendo... al que no paga lo voy abriendo”.
El coronavius ha empujado a José a pasar más tiempo afuera del cementerio, cuidando otro negocio desolado por el mismo virus: las ventas de flores. Están vacías, pero tiene que venir a vigilarlas para rebuscarse y porque, de todas formas, los rateros no descansan ni respetan pandemias.
José, papá de ocho y abuelo de seis, se gana 30.000 pesos diariamente por cuidar los 19 puestos de flores de sol a sol, eso, mientras dura esta crisis. Lo malo, me dice José, es que nadie sabe hasta cuándo el coronavirus andará entre nosotros.
“¿Que si esto nos ha afectado?, ¡claro! Antes de ayer se botaron tres tanques de flores —dice y señala a su derecha— y hoy boté uno en este solo puesto... Las de allá, todas tienen que botarse porque esas flores están desde el martes de la semana pasada... pasó miércoles, jueves, viernes, sábado fue toque de queda, domingo y lunes, así que no duran y cada ramito vale cinco mil pesos, calcule usted”. (Le puede interesar: Así puede contribuir a la lucha contra el coronavirus)
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El cementerio Jardines de Paz, en la subida a Turbaco, luce todavía más solo. Afuera del camposanto no queda ni una flor, ni natural, ni artificial, solo los bloques de icopor donde solían estar.
La norma que reglamenta el aislamiento de Colombia también reposa en hojas pegadas en la reja de entrada, pero ni el decreto presidencial exime a los trabajadores de este lugar de los improperios: “Nos dicen sapos, nos dicen de todo porque la gente no entiende. Por ahí vino una señora con un niño de 12 años... Le decíamos que él no podía entrar (está prohibido que ingresen mejores de 12 años y mayores de 65), pero ella decía que era la mamá, que ella respondía, la gente definitivamente no entiende”, dice un vigilante. Acá aceptan unos diez asistentes por sepelio y misas de máximo veinte minutos.
El papel de la puerta también dice que todo el que aspire a entrar debe limpiarse las manos con gel antibacterial; que solo se aceptarán dos personas por banca en la capilla; que la atención dentro de las oficinas administrativas debe ser “lo más corta y productiva posible. Máximo dos clientes”.
“Por el tiempo que dure la restricción no se realizarán encuentros familiares para el apoyo al duelo, ni misas de aniversario”, sentencia.
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Los médicos recomiendan que nos lavemos las manos frecuentemente y que intentemos no tocarnos la cara. Pienso que entonces los que lloran a sus muertos no tienen ya licencia ni para limpiarse las lágrimas. Y creo que ya las flores de José Meza debieron marchitarse, pero que lo peor es que no murieron sobre las tumbas.