<img src="https://sb.scorecardresearch.com/p?c1=2&amp;c2=31822668&amp;cv=2.0&amp;cj=1">

El carpintero que arreglaba muertos

La señora entró llorando. Desconsolada. No era para menos, su padre había muerto y ella organizaría el sepelio. Quería un buen ataúd, así que el encargado de la funeraria le mostraba opciones. En una de las salas de velación encontraría un féretro que parecía el indicado para su papá. Solamente había un pequeño detalle: ya tenía dueño, un ocupante, un cadáver. Y algo espeluznante sucedería.

El muerto de aquel ataúd abrió los ojos, resucitó. La señora corrió despavorida, huyó de la funeraria como alma quelleva el diablo. El muerto se despertó, estiró los brazos, bostezó, se levantó y, al día siguiente, se fue suspendido por quince días, amonestado por su jefe por quedarse dormido en uno de los ataúdes. El muerto no estaba muerto: era Nemesio Daza Julio, un empleado de aquella funeraria de Cartagena.

En las calles de Getsemaní, Nemesio narra aquella anécdota a todo el que le pregunta por su vida. Va caminando por El Pedregal, la calle Lomba, el callejón Ancho, por la plaza de la Trinidad, tanteando el terreno con un bastón, cuya empuñadura tiene la forma de un Rottweiler. “Este lo tallé yo mismo”, me cuenta. Y es que Nemesio, antes de embalsamar muertos, aprendió a ser carpintero. Es carpintero. “Por las mañanas iba al colegio Santísima Trinidad. Como la situación estaba mala, trabajaba en una carpintería de la calle Lomba en las tardes, y vendía tomates y cebollas en el antiguo mercado de Getsemaní. Podía tener 14 años”, recuerda.

Alguna vez también fue obrero, y aprendió a ser electricista empírico en la construcción del edificio Las Tres Calaveras, en El Laguito. Cuando aquella obra acabó incursionó en la industria de la zapatería. Fabricó abarcas, con suelas de llantas de autos y con las hormas heredadas de su padre, un empleado de la fábrica Beetar, de la calle de la Sierpe. “Las ‘acabamundo’, le decían a esas abarcas”, sonríe. Son recuerdos que van y vienen. Hoy tiene 60 años, viste camisa manga larga blanca, tirantes negros, caprichos brillantes, gafas oscuras, sonrisa amplia, de dientes brillantes, y está contando su historia. Una vez más.

¿Cómo termina un carpintero embalsamando muertos?, le pregunto.
-Antes trabajé dos años revisando botellas en una fábrica de gaseosas en el Pie del Cerro. En últimas, me fui para Montería. Allá me enamoré, me casé -tengo dos hijas- en Corozalito, un pueblo cerca de Ciénaga de Oro. Trabajé en una finca de más de 900 hectáreas, ganaba dinero poniendo cercas y electricidad, tenía empleados a mi cargo. Eso fracasó, perdí mi carro y mi moto, y me devolví para Cartagena.

Pero, ¿y la funeraria?
-Un señor me llevó a trabajar la carpintería en la funeraria. Allá, uno de los jefes me dijo que si quería hacer un curso para preparar y maquillar a los muertos, y acepté. Fueron dos años en Bogotá. Trabajé siete años y ocho meses en las funerarias. Recuerdo a una señora en particular, mexicana, apellido Armenia, murió mientras se bañaba en el conjunto Residencial San Juan. Duró unos 60 días embalsamada, el hijo era navegante, no se podía bajar del barco porque era el capitán y estaba en altamar. ¡Ah!, y el primer día vomité, me tocó un señor arrollado por un bus, tenía la cara panchita. Fui docente en eso de la tanatopraxia y trabajé en 35 funerarias de todo el país. Ya, en últimas, hice tanto eso que aquí, en Cartagena, dormía en los ataúdes. Embalsamé a 137 muertos en toda mi vida, incluyendo a un sobrino que se quitó la vida por mal de amor y al mismo señor que me llevó a trabajar en la funeraria, él fumaba y bebía mucho café. 

La oscuridad
Nemesio tenía 44 años cuando los días oscuros llegaron a su vida. Fueron épocas difíciles. “Como en el cuarto de tanatopraxia no había un extractor de aire, eso me estaba dejando sin vista, eso me fue quitando la vista poco a poco”, asegura. Entonces, de la tanatopraxia pasó a administrar un restaurante chino.

“Después que me salí del restaurante y como al año y medio de tener ese proceso, un 13 de noviembre quedé sin ver. Ese día, iba para Manga a hacer un trabajo eléctrico, cuando de repente todo quedó oscuro. Llamé a mi hermana Candelaria Daza, que ya es difunta, y me llevó a un médico en Bocagrande. Y el doctor me dijo: ‘A este guarapo se le terminó el hielo’. Había quedado ciego. Entonces a llorar (...) En medicina legal me dijeron que la causa fue un ácido que yo manipulaba”.

Nemesio, ese señor menudo y alegre, se quita las gafas negras, deja desnudos sus ojos, quiere mostrar que todo es verdad. Que, aunque guarda esperanzas, no volverá a ver. “Eso fue muy duro. Era una vida que no esperaba. Unos amigos míos me daban ánimos, me sacaban a bailar, me presentaron por teléfono a José Feliciano, un cantante puertorriqueño, ciego también. Él me dijo que tenía que salir adelante”.

¿Qué pasó después?
-Al principio, ¿cómo te diré?... los postes me la tenían montada (risas), me tropezaba mucho y así. Ya después salí adelante. Como sabía la carpintería, fui avanzando en eso. Mira, esa ventana que está ahí la hice yo, así ciego, aunque mucha gente, como soy ciego, no confía en mí. Mi hermano David Daza me ayudó bastante. Y un señor que se llama Carlos Mario me regaló unas herramientas.

“No veo absolutamente nada, pero sí tengo algo en mi vida y es que no pierdo la noción del tiempo, ahora pueden ser las 2:30 de la tarde, camino el Centro, Alto Bosque, Nuevo Bosque, Chile, sin que nadie me lleve. Los recorro todos. Son cosas que Dios me ha dado y doy gracias por eso todo los días. Ahora camino más que nunca”.

[bitsontherun wJ76mwez]

Más noticias