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El camino para salir vivos del pesebre

Habíamos llegado hasta aquel cerro buscando a los familiares de una mujer atropellada por un borracho, ¿nos convertiríamos en las siguientes víctimas?

El difícil camino hacia la cima debió ser una señal divina para ni siquiera pensar en subir, pero ninguno de nosotros la vio.

Aquella mañana de la que no podría recordar la fecha, hacía mucho calor. Habíamos llegado a aquel cerro buscando al familiar de la más reciente víctima de la irresponsabilidad en Cartagena: un conductor ebrio había atropellado a una mujer y a su pequeña hija. La madre había muerto.

-Buenas, mi señor, ¿dónde vive la familia de la señora Tal? -le pregunté, todavía desde la camioneta del periódico, a un señor que estaba sentado en una esquina.

-Seño, eso es allá, arriba, tiene que subir -dijo. Puede leer también: Aquella llamada de un sicario y otros episodios tras las crónicas rojas

Nos bajamos -gracias a Dios, ese “nos” incluye también a un fotógrafo y otros dos reporteros- y comenzamos una caminata con cara de escalada por una loma que no parecía ser parte de un barrio de Cartagena, sino más bien el caminito de algún pesebre.

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Una vez arriba, el señor que nos guiaba nos señaló el resto del camino a seguir y continuamos solos hasta llegar a la casa de tablas que nos habían descrito. Estaba tan maltrecha, tembleque, algo inclinada. En fin: tocamos, pero nadie respondió. Tocamos otra vez... nada, pero alcanzamos a escuchar algo parecido a una voz. No recuerdo de quién fue la “grandiosa” idea, pero caminamos alrededor la casa y llegamos al patio: no había cerca, pero sí una puerta abierta. Nos asomamos y, ahí sí, un hombre nos invitó a pasar.

Apenas hizo falta cruzar la puerta para que nos chocáramos de narices con un olor a hierba quemada -ya saben cuál hierba- y con tres hombres sentados en tres sillas: todo lucía tan maltrecho como la casa. No había nada más en aquella sala.

-Buenos días -dijimos, como si aquella sala oliera a rosas. Los hombres respondieron, aunque sin mucho entusiasmo.

-Nosotros somos periodistas y estamos buscando a los familiares de la señora Tal, ¿alguno de ustedes es familiar?

-Sí, yo era el marido -respondió uno de los hombres, mientras los otros parecían querer mantener la mirada “pegada” al suelo.

La idea de aquella ¿visita?, como en cada caso que cubríamos, era charlar con los parientes de la víctima para entender un poco mejor el suceso y, en consecuencia, narrarlo mejor, así que comenzamos por preguntar el nombre de aquel recién viudo y por confirmar el de la víctima, además de su edad. Respondió. Bien.

La siguiente pregunta sería sobre las circunstancias de la desgracia: la señora volvía de trabajar con su pequeña hija y el borracho, que conducía a toda velocidad, las embistió.

Recuerdo perfectamente los ojos bien abiertos y rojos de aquel hombre: a medida que relataba lo que sabía de la muerte de su mujer, pasaba de cero a cien y de cien a cero en un par de segundos; aquella capacidad suya de exaltarse y calmarse tan fácil y rápidamente comenzó a asustarme.

De repente, orientada por mi sentido de supervivencia, ya no escuchaba muy bien lo que el viudo narraba, sino que observaba cada gesto suyo: tenía la terrible impresión de que en el minuto siguiente que se levantaría a golpear a cualquiera de nosotros.

Gritaba y se calmaba. Gritaba y se calmaba. Los otros dos tipos seguían con la mirada clavada en el piso, mientras el viudo lloraba y volvía a calmarse en un parpadeo. Ni siquiera me atrevía a mirar a mis compañeros, pero sabía perfectamente que, igual que yo, estaban listos para correr... ¿pero correr para dónde?, a ver, si estábamos en la cima de un pesebre desde el cual se veían techos de casuchas rústicas, más lejanas de lo que me gustaría pensar.

Y de repente, cuando no había tiempo ni oportunidad, ni ganas de más preguntas, al viudo se le ocurrió una “maravillosa” idea: nos llevaría al lugar donde estaba su hija, la niña que resultó lesionada en el accidente.

Cada uno, torpemente, intentó decirle que no al viudo, que no hacía falta: si ya teníamos toda la información y tampoco era pertinente entrevistar a una menor que acababa de ver morir a su madre... Nada. Ninguno consiguió convencerlo, así que pronto todos, en filita india, nos encontramos andando tras él por otro camino estrecho y maltrecho.

¿Correr, para dónde? ¿Correr, para qué, si no había una casa donde pudiéramos refugiarnos? ¿Correr para tirarnos del cerro y terminar con algún hueso roto? ¿A dónde nos llevaba el viudo de los ojos rojos, para donde su hija o...? De repente había tantas preguntas, pero ninguna servía para la entrevista.

Allí estaba la casa, tan maltrecha como la anterior. La puerta estaba abierta y entramos. La niña estaba en la cama, dormida. La despertó. Ella tendría, no sé, diez años, y no acababa de entender quiénes éramos nosotros y por qué estábamos ahí. El viudo volvió a contar lo que sabía de la muerte. Volvió a llorar. Volvió a pasar de cero a cien y de cien a cero en un parpadeo. Nosotros, por fin, encontramos la manera de decir adiós y el camino para salir de aquel pesebre. Lea además: Las escenas macabras que algunos han normalizado

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