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El arte de enloquecer: 5 historias entre la violencia y la locura

Las locuras que nos llevan a los episodios de la muerte, la intolerancia y la guerra, esas son las más espantosas y las más horripilantes.

No se necesita ser muy cuerdo para sentir que el mundo se ha vuelto loco. Cuando uno ve las escenas de la autoridad confundida con el desatino del autoritarismo, allí hay una prueba de la locura que gobierna al mundo. Lo que faltaba era que una señora muy mayor soñara con la locura secreta de que la esposaran los guardias y la pasearan por la vía pública y se la llevaran a la cárcel porque quería saber cómo era dormir una noche en una cárcel y, para hacerlo, solo tuvo que mentarle la madre a un policía. Hace poco, antes que empezara la pandemia, una pareja de infieles fue perseguida por la esposa del cabrón, quien lo sacó desnudo de un motel de Barranquilla, y la condición que impuso ella para perdonarlo era que se dejara pasear desnudo en el techo de su carro, lo que paralizó a las autoridades del tránsito y dejó estupefactos a los transeúntes. Todo eso puede pasar en el Caribe y en el mundo que vivimos. Pero las locuras que nos llevan a los episodios de la muerte, la intolerancia y la guerra, esas son las más espantosas y las más horripilantes.

He querido pensar en esta crónica en la raíz de la locura que nos lleva a las violencias y el común denominador de todas ellas son la intolerancia, el fundamentalismo, la ortodoxia, la intransigencia social que irrespeta por igual creencias y orígenes. El instante impulsivo, irracional y fatal en que puede arruinarse la vida de un plumazo. Voy a contar cinco historias que tienen que ver con el germen de la violencia y la locura.

La negra que no pudo entrar al club social

Mi amigo Fernán, nacido en una vieja casona republicana en la isla de Manga, en Cartagena, se crió en los excesos, mimado por su familia, sin ningún sentido de la responsabilidad y valoración de lo que estaba heredando. Como nunca supo cómo se erigieron las columnas de su casa, jamás se interesó en cómo sostenerla después que murieron sus padres. Cuando llegaron los cobros de valorización y los servicios públicos que se acumulaban, el amigo Fernán, durmiendo en sus laureles, leyendo poesía francesa, no sabía qué hacer con el desafío de mantenerse en pie y seguir soñando. Así que empezó arrendando cuartos, como la familia de Gregorio Samsa. Y al final vio perder el patrimonio familiar. Se unió muy grande ya con una muchacha negra de Olaya Herrera, educada en la barriada popular, una mujer espléndida que siguió estudios de idiomas y administración. Se casó por lo civil con Fernán y un día él la invitó al viejo Club Cartagena, en donde sus padres habían sido socios toda la vida. La esposa se vistió elegante para esa ocasión, pero en el club le hicieron un gesto negativo y excluyente a la mujer de Fernán. Él no tuvo los pantalones para defenderla y decir: “¡Eche, esta es mi esposa!”, y se quedó con la cola entre las piernas, cuando le hicieron ver en privado que debía inscribirla en el club. Pero Fernán no volvió al club, presintiendo lo que ya todos saben: el racismo normativo y silencioso aceptado con doble moral en aquellos años, rezagos que aún perviven dentro y fuera de los clubes y en toda la sociedad anticuada de Cartagena, germen de una violencia social que ha pervertido las relaciones humanas y el respeto a la dignidad de todos los seres que habitan este planeta. Al cabo de un tiempo, supe que Fernán se había separado de su bella y maravillosa mujer. Así como dejó perder el tesoro de su casa, también perdió el tesoro de su mujer.

Paquito regaña a los venezolanos

Paquito es un célebre músico que vive en los Estados Unidos y que jamás había venido a Cartagena, pero en su breve paso en la ciudad se detuvo más de cinco veces, a regañar a los venezolanos que lavan vidrios y sobreviven en Cartagena del rebusque mucho antes de la pandemia. Antes de meterse las manos en los bolsillos y ser solidario, los insultó diciéndoles que ellos se merecían su suerte por elegir a un dictador como presidente. Y los cuestionó hablándoles que la riqueza no es poseer más dinero en los bolsillos, sino tener claro qué se quiere con la vida. Y cuando ellos le contaron que el día a día antes de la pandemia eran cuarenta mil pesos colombianos, los regañó con más ímpetu. Y regañó a las muchachas que se habían prostituido. Y a los muchachos que se habían enloquecido con la droga. Es fácil juzgar, criticar y despotricar, y más difícil ser solidario y ponerse en los zapatos de los desposeídos. Fácil para alguien que tiene todo resuelto y vive en Estados Unidos. Ese Paquito, por favor, no es el músico cubano que yo tanto adoro. Es otro que aterrizó en Cartagena. Sus palabras son piedras calientes en el fogón de la orfandad y la soledad.

Elías, el amigo que se enloqueció

Elías era un profesor de filosofía en varias universidades de Cartagena que empezó a enfermar mentalmente en los años ochenta y principios de los noventa. Era devoto lector de Nietzsche, Sartre, Ciorán y otros filósofos del nihilismo y el desencanto de la vida. Siempre tenía La Náusea, de Sartre, debajo del brazo y un libro de Arthur Schopenhauer. Iba todas las mañanas al Café Colombia, uno de los puntos de encuentro de la Calle Estanco del Tabaco. Elías solo tomaba café, se iba de largo leyendo a sus filósofos. Pero más allá de su devoción por la lectura, tenía un desequilibrio mental que no había sido atendido. Había dejado plantada a la mujer con la que iba a casarse y luego dijo que la mujer lo perseguía, comienzo de su esquizofrenia. Yo me sentaba muy cerca de Elías y a veces le metía conversación. Aún lo veo caminando del Centro hasta su casa. Y al verme me saluda y me pregunta por los amigos de aquellos años. Los tiene claritos en su mente: “Qué es de la vida del Lucho Porras, qué es de la vida de Múnera”. Se acuerda de todos. Y de los muertos también. Su locura se volvió pacífica y lo engordó en silencio, pero no es agresivo, y vive tranquilamente. Ya no lee a los filósofos. Pero el origen de su drama no fueron los libros y los autores, sino un conflicto que no resolvió y dejó convertir en pesadilla desde la oscuridad de su inconsciente que fue invadiendo su consciente.

El papá que le pegó un correazo a un niño

Hace treinta y cinco años o más, los papás castigaban cualquier travesura de sus hijos con lo que se llamó popularmente el Martín Moreno: la correa de cuero. Chancletas y correas están en la memoria de una generación de muchachos y muchachas en toda Colombia, nadie se volvió loco en una época en que el castigo partía de la casa y seguía en el colegio. El infractor era castigado y obligado a arrodillarse en granitos de maíz a pleno sol, y el profesor o profesora lo castigaba con una regla enorme. En esa época aquella práctica no era considerada ni perversa ni brutal ni primitiva, aunque, con los años, el castigo físico con chancleta y correa dejó de practicarse en la región y el país, porque los psicólogos empezaron a estudiar los impactos en la psiquis de los castigados, y la sociedad mundial avanzó y refinó las maneras de reprender o castigar a los hijos que cometían alguna infracción pequeña, mediana o gigante. En el pasado de mis padres, un niño que se sublevara contra sus padres era llevado a un reformatorio o internado. Ninguna de las anteriores era la solución. Ni la chancleta, ni la correa, ni otros castigos físicos y menos emocionales. Pero ahora no se puede reprender a un niño ni con el pétalo de una rosa ni con el filo de una palabra en malestar, porque te cae la justicia divina y humana. Y los niños se traumatizan, encuentran la razón para sobornar, justificar, manipular, buscando uno o más culpables a sus decisiones desafortunadas de vida. Los padres de hoy se ven desafiados por la globalización de Occidente y Oriente que entra en sus celulares y computadores, y es Wikipedia o Google el que educa para bien o para mal a las nuevas generaciones, sin principios ni valores de nada, arrasando con el sentido común de la vida, el respeto a los seres humanos y la relación sagrada con la naturaleza. Todo ello es germen de violencia, aunque no haya correas ni chancletas. Germen de violencia y locura. Pero siempre hay varios factores que disparan la locura. No uno solo. Siempre la locura anda acompañada.

Epílogo

Mi tía Lola Hernández, un alma de Dios, tenía períodos de locura a lo largo del año. Fui testigo de algunos momentos de su locura que la devolvía al pasado. Pacientemente yo escuchaba sus lamentos que habían suscitado la trama de su locura: hablaba de una casa que se había incendiado, reprochaba a su marido y a veces quedaba en silencio, con los ojos perdidos en el tiempo, para reanudar su narración salpicada de recuerdos en la tempestad. Cuando volvía a la serenidad de su lucidez, la tía Lola era un criatura maravillosa, dulce, amorosa, complaciente, demasiado humana. Como si nada hubiera ocurrido, compartíamos un café con galletas de limón y seguíamos conversando, como si la locura no hubiera llegado nunca a nuestra casa.

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