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Diciembre, lo que el viento se llevó

Diciembre es una brisa efímera y perdurable en memorias. Bajo sus luces, se reconstruyen algunos retratos de recientes personajes ausentes en Cartagena y el Caribe.

Diciembre es el mes de las nostalgias encarnizadas. Todos los caminos nos llevan a sentir lo que el viento se llevó. No hay cosa más desamparada que un viejo viendo el ocaso desde una ventana desportillada. Diciembre es una colección de ilusiones, es la frustración en carne viva. Los deseos aplazados vuelven a cobrar un patetismo que eriza el corazón de los transeúntes. La música se confabula para que la tristeza se agigante. Entonces para conjurar lo que está dentro de cada uno, el ciudadano desolado cae en la trampa del consumismo feroz e intenta iluminar el barco apagado de su alma que va a la deriva por un mar sin sosiego. El viento sacude mis libros y de pronto cae la foto del amigo muerto que aparece riéndose conmigo en ese atardecer, quién iba a sospecharlo que en los dos años de la peste se me fueron muchísimos amigos cercanos, algunos contemporáneos, y otros, con los que había compartido momentos a lo largo de los último años en Cartagena. Lea también: Michi Sarmiento: saxofón al cielo.

Todo este tiempo medieval que hemos vivido en el mundo, me parece vertiginoso y violento. Muchos de esos amigos no murieron de coronavirus, pero sí, bajo el terror que impuso la pandemia en el confinamiento. Alberto Borja venía batallando con problemas del corazón, él cuyas historias del Caribe nos hicieron reír y nos tocaron el corazón. Alberto vivía de contar historias, y fue un artista en el escenario teatral, televisivo. Uno podía sentarse a escuchar a Alberto una o dos horas, la misma historia, y era como si la estuviera contando por primera vez. Mejoraba sus personajes, el gesto, y la palabra certera para recrear un episodio de esa cotidianidad encantada que es el Caribe. En medio de la mortandad diaria en la que no tuvimos tiempo de dar pésames y mucho menos de visitar a los enfermos, se nos fue Milton Pérez de la Rosa, el eterno e inolvidable profesor de primaria y secundaria en varios colegios de Cartagena, que sabía hablar más de siete idiomas, era cazador de gazapos, gramático obsesivo y cantante de óperas.

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Trabajó muchos años en el diario El Universal y no se permitió envejecer, conservaba la dulzura del amigo incondicional que tenía una anécdota a flor de labios, una frase sabia y una humildad a prueba de una deslumbrante formación intelectual y una erudición sin presunciones. Un día me invitó a leer unos cuentos a sus alumnos del Colegio La Esperanza, y yo le pedí que me aplazara ese encuentro porque tenía una cita odontológica. Lo insólito ocurrió delante de los niños porque mientras yo contaba el cuento y los niños estaban hipnotizados, sentí que cayó algo sobre mi guayabera blanca. Lo que cayó se desprendió sin que tuviera tiempo de evitarlo, y entonces quedé ante la evidencia: Niños, se me ha caído un diente, pero sigamos con el cuento. Y los niños preguntaron: ¿Eso es parte del cuento? No, le dije. Tengo un diente flojo y no esperé que se me cayera en el salón. Entonces todos los niños se agacharon en el salón a buscar el diente. Me sacudí la guayabera a ver si había caído dentro de la camisa, y en efecto, había caído dentro de uno de los bolsillos. Terminé la clase sin ese diente. Y los niños lo festejaron como una ocurrencia patética del cuento que les estaba compartiendo. Milton siempre recordaba ese episodio. Juntos, inventábamos canciones a nuestros compañeros de redacción del periódico y bebíamos mucho café en los atardeceres de aquellos años. La última vez que vi a Milton estaba preparando la edición de su libro sobre apuntes del idioma y de gramática. Su columna Taller del Lenguaje la sostuvo durante años en este diario.

Una risa con lágrimas

Diciembre es un mes lacrimógeno, mes de lágrimas sueltas y de tensiones emocionales. Por esas mismas razones, diciembre es un mes vertiginoso propenso a accidentes. Todo el mundo quieren llegar a tiempo a despedir a alguien, a felicitar o a celebrar. Es probable que el corazón de los pilotos palpite con más velocidad por estos días, como el corazón de los choferes y el corazón de los transeúntes. Es la velocidad sentimental de diciembre. Y en diciembre ocurre lo más insólito: que alguien se atore comiéndose una presa de pollo y se muera atorado, como aquel inolvidable periodista deportivo. O pasen tragedias tremendas e insólitas como la de los niños cartageneros que se metieron en un enfriador que el padre acababa de comprar para su negocio, y murieron asfixiados intentando salir. Pero solo recordarlo es entrar en una tristeza sin consuelo.

Diciembre me sabe a vela derretida en los pretiles de los niños que no saben que encender la luz es volver a recordar a tres magos siguiendo la estrella del Belén.

Diciembre es también el espejismo de la alegría que también arrastra la música triste de los villancicos y la música nostálgica de quien se quedó en la loma y no quiere seguir recordando las cosas imposibles de lo vivido, en la voz cada vez renovada de Diomedes Díaz que la canta mejor después de muerto. Diciembre me sabe a vela derretida en los pretiles de los niños que no saben que encender la luz es volver a recordar a tres magos siguiendo la estrella del Belén porque este año volverá a nacer en un pesebre un niño judío amenazado de muerte antes de nacer, y por el camino todo el mundo encenderá las velas o se alumbrará con las estrellas.

Diciembre me sabe al pastel amarrado con las tiritas de ico de las sorpresas esperadas. Todo es tan simple, elemental y a la vez complejo, como intentar perseguir el arco iris y llegar hasta su último color porque en ese color se esconde un tesoro, tal como nos lo contaron en la infancia. Diciembre me sabe a madera, a hojalata, a armónica, a xilófono, a tela, a bijao, a dulce, a la mirada desconsolada del pavo que sabe que lo van a sacrificar y ha erizado sus plumas antes de ver la piedra o el cuchillo de la muerte.

Los ángeles idos

Pienso en los sueños inconclusos de los amigos muertos. En el sueño de Raúl Gómez Jattin de comprar un pedazo de tierra para sembrar berenjenas. En el sueño de Gustavo Padrón, Manuel Mier y Enrique Jattin, que soñaron juntos una Casa de la Cultura para Cartagena, y se murieron en ese mismo orden, no acabábamos de darnos el pésame, cuando pasábamos al siguiente pésame del amigo que lamentaba la muerte de su amigo y ahora era él el muerto. Recuerdo a Victor del Real, El Nene, que cuando presintió la muerte, le dijo a Dios: Estoy preparado, con la misma dulzura con que más de medio siglo nos alegró con su piano y sus canciones. Recuerdo a Michi Sarmiento que a sus 83 años no se permitió jamás envejecer, y solo se envejeció cuando la muerte lo fue cercando en su lecho de enfermo. Pienso en Máximo Jiménez que acaba de morirse y se quedó esperando que publicara un intenso reportaje que le hice en el Carito. Y lo conocí gracias a Alfredo Torres que lo invitó a un Festival de la Chicha, y pasamos toda la noche hablando como viejos amigos, sin saber quién era hasta ese instante, cuando le pregunté a Alfredo: ¿Quién es este personaje que nos tiene embrujados hablando? Me lo dijo en susurro. ¡Es el maestro Máximo Jiménez! No lo reconocía porque había vivido tantos años en Viena huyendo de las amenazas de muerte que le hicieron por cantar los derechos de los indígenas sinuanos por conquistar la tierra, y por lograr esa joya de canción que es El indio sinuano, escrita por David Sánchez Juliao y musicalizada por él. Lea también: 14 momentos de la vida de Víctor “el Nene” Del Real y su legado imborrable.

Máximo me pareció un ser de una sabiduría ancestral, con esa voz pausada que saboreaba cada una de las palabras, y esa dignidad que emanaba de su ser y de su memoria de padres y abuelos campesinos. En Viena compartió los saberes de la tierra, aprendió medicina alternativa, y regresó a Montería hace pocos años, soñando que la realidad, por fin, había mejorado en cuanto al respeto a los derechos humanos de quienes durante más de quinientos años han sido guardianes legítimos y naturales de la tierra, y se encontró que la pesadilla aún no ha terminado. Las nuevas generaciones no lo reconocían, pero ahora que se ha mudado a otra estrella, sería urgente y necesario que todo el Sinú se sienta orgullosa de ese gran artista de la música etiquetada de protesta, pero que no es otra, que la música ligada a los ancestros y al amor a la tierra.

Epílogo

Diciembre vuelve con los augurios de una felicidad que ha sufrido bandazos de barco en la tempestad. Somos como esos pasajeros que se aferran a la ilusión del puerto a la vista, en medio de las tinieblas. Las velas que encendemos no solo alumbran el camino del eterno pesebre como luciérnagas a la intemperie, es vela para alumbrar nuestras pisadas y para iluminar la eterna sombra de los ausentes.

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