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Cuestión de acento... y de resistencia cultural

Una regla no escrita indica que el provinciano “debería” adaptar su acento para alcanzar una neutralidad tácitamente exigida y encajar en codiciados espacios de la élite capitalina.

“¿Sabes qué es un acento extranjero? Un símbolo de valentía”. Esa frase de Amy Chua, abogada y profesora de la Universidad de Yale, se ha quedado dando vueltas en mi cabeza desde que la leí.

La frase está en uno de los diálogos de su libro ‘Himno de batalla de la madre tigre’ y con ella la autora intenta explicar a sus hijas el coraje que hay en quienes viven en un país distinto a donde nacieron y se criaron, y que con solo exhibir su acento en un contexto en el que es considerado extraño, reivindican la hazaña personal que los llevó a abandonar un territorio seguro para aventurarse en la incertidumbre de estar lejos de lo conocido.

“(Los extranjeros) son personas que cruzaron un océano para llegar a este país”, complementa Chua en la lección que le da a sus hijas. Y Chua tiene toda la razón en cuanto a la valentía que reside en todo aquel a quien etiquetan como inmigrante. Pero sí que es cierto que tampoco es necesario abandonar tu propio país para que tu acento tenga que convertirse en un instrumento de protesta. Basta con desplazarse unos cientos de kilómetros de la región de origen, especialmente hacia la capital de un país, para que se asuma como una verdad absoluta aquello de que el forastero habla raro.

Aunque la leí hace algunos años, recordé la frase de Amy Chua hace una semana mientras escuchaba la entrevista que en la W Radio le hacían a Álvaro Tatis, presidente de la Sociedad de Ingenieros y Arquitectos de Bolívar. Pese a que hablaba sobre la pertinencia de demoler o no el edificio Aquarela –un embrollo administrativo que parece no tener fin, pero que no interesa en este artículo–, me deleité oyendo al ingeniero argumentar sus ideas con su acento cartagenerísimo, “golpeao”, carente de eres intermedias y de dés al final de cada palabra... en medio de un espacio radial de máxima audiencia nacional y, sobre todo, cachaquísimo.

Aunque su entrevista fue realizada vía telefónica desde Cartagena, me pareció muy importante la participación del ingeniero Tatis en aquel programa, porque su dicción no era en absoluto una que pretendiera ajustarse a ese formato establecido que muchas veces se asume sin discusión, en el cual el hablante provinciano “debería” adaptar su acento para alcanzar una neutralidad tácitamente exigida y así encajar en codiciados espacios de la élite capitalina, que a este caso son los grandes medios de comunicación. No se trata de imitar el acento de la capital, sino más bien de acomodarlo en busca de una aparente corrección.

Quizás no somos conscientes, pero el ingeniero Tatis fue reivindicativo simplemente hablando “golpeao” a nivel nacional. En definitiva, siendo fiel a su identidad cultural independiente del escenario en el que se estuviera comunicando.

Y ha sido blanco de críticas en las que se señala como un gravísimo defecto su marcado acento paisa, junto a su reiterado uso de refranes de la cultura popular antioqueña para ambientar las noticias que cuenta. En distintas entrevistas, la periodista ha revelado que las críticas se mantuvieron tras su reciente debut en la televisión nacional, pero que posteriormente comenzó a recibir muchos halagos, llegando incluso a considerársele como la “gran revelación de la cuarentena” en la televisión colombiana. Pero de pronto Érika no necesita ser vista como una relevación por el supuesto exotismo que encarna dentro del mismo país al que pertenece. Quizás Érika solo necesita que sus capacidades profesionales no se vean eclipsadas por el acento que heredó, y para esto pase hay que normalizar que los acentos existen, por más obvia que esta afirmación sea.

Moviéndonos por otros escenarios, los ejemplos podrían continuar con María Jesús Montero, ministra de Hacienda de España; o el presentador de televisión Roberto Leal. Ambos naturales de Andalucía (al sur de España) y a quienes se les ha castigado socialmente, con críticas y cuestionamientos que nada tienen que ver con su trabajo, solo por resistirse a abandonar su característico acento y entonación en los espacios de poder a los que pertenecen y que se sitúan precisamente en una élite capitalina, que a este caso es Madrid. Es llamativo que incomode el hecho de que una ministra se atreva a decir “firmao” o “estao” cuando anuncia las últimas decisiones de gobierno o que un presentador hable rápido a su audiencia porque supuestamente no se le entiende.

Es por eso que la reivindicación (de manera consciente o no) que ejercen el ingeniero y la periodista, o la ministra y el presentador, es bastante significativa en una sociedad en la que el intento de homogeneización del acento ha sido una práctica constante desde las élites capitalinas. No se puede negar que se ha establecido una lógica de jerarquización en donde los acentos no dominantes están en la cola de lo que se cree “correcto”.

Los profesionales en lingüística lo analizan de manera formal a través de la sociolingüística y por eso mismo tendrán mucho más que aportar a este interesante tema, pero, de momento, yo dejo abierta la invitación a pensar en el acento como un símbolo de resistencia cultural, como un reflejo de valentía para quien decide llevar consigo su identidad, a donde quiera que vaya.

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