Viernes 7 de enero del 2022. Falta un solo día para mi cumpleaños y espero que mi regalo del destino esta vez sea un “negativo”, pero la congestión nasal, el dolor de garganta y la tos que he padecido desde hace cuatro días me hacen comenzar a dudarlo seriamente. Justo a las diez de la mañana, después de no sé cuántos intentos por comunicarme, por fin respondieron el teléfono en mi EPS para solicitar una prueba PCR que me confirme si es que en verdad estoy infectada con el “bichito” que nos acecha desde hace dos años, ese que descubrieron en diciembre del 2019 en China y que, por estos días, parece tener los contagios disparados en Cartagena de Indias. Claro, es que en diciembre todo se terminó de reactivar y ya había llegado ómicron al país: el turismo, las salidas, las reuniones familiares... De estar contagiada, supongo que ocurrió mientras celebrábamos el fin del 2021 y le dábamos la bienvenida al 2022 en la casa, pues una prima tenía síntomas.
Aunque, pensándolo bien, ya no me asusta tanto la COVID. Después de todo, apenas voy a cumplir veinte años y ya tengo el esquema de vacunación completo y, como dice la Organización Mundial de la Salud (OMS), las vacunas disminuyen los riesgos de una infección grave por coronavirus. Mi temor, en realidad, es que, de estar infectada, podría convertirme en un foco de propagación. (Lea aquí: EMA: La propagación de ómicron muestra que el virus aún es pandémico)
Volviendo a la prueba... Mi papá decidió acompañarme, así que salimos hacia la clínica a la una de la tarde y llegamos quince minutos después. Hay pocas personas -o eso parece-, así que decidimos hablar directamente con la encargada de enlistar a los pacientes que se quieren hacer la prueba, ¡pero vaya sorpresa! Muy a pesar de que llegamos temprano, nos asignaron el turno 60, así que a esperar... eso sí, tan lejos como sea posible de las aglomeraciones.
Poco a poco se va llenando el espacio reducido que prepararon para las pruebas: es justo en la puerta del centro médico. Los sanitarios laboran bajo una carpa, delante de una mesa y encima de tres sillas, prácticamente todos los demás estamos al aire libre, con todo lo que eso implica en nuestro ardiente Caribe, incluyendo el equipo con el que hacen el examen. Siento por ratos que aquí muchos parecen hormigas intentando defender el hormiguero: algunos pelean los turnos y otros intentan calmar la discusión, pero hay algo perfectamente claro: la palabra orden no cabe en este mar de gente. Han pasado dos años en los que nos han repetido hasta el cansancio cuatro recomendaciones: para romper la cadena de contagios de coronavirus es imprescindible lavarse las manos constantemente, usar correctamente la mascarilla, conservar la distancia física mínima de dos metros y evitar aglomeraciones... Y ahora me pregunto: si todos venimos por la misma razón, ¿por qué a nadie parece importarle el distanciamiento? ¿Qué pasará con los que no estén infectados?, ¿será que los sanos saldremos -¿o saldrán?- infectados de aquí? Ay, la señora de allá tiene una tos y ¡el otro se baja el tapabocas para hablar!, ¿y si alguien aquí tiene la ómicron, que se esparce más rápido que otras variantes de este coronavirus?
¡Por Dios, tantas preguntas sin respuestas terminan por desesperarme!, así que decido calmarme, contar hasta diez y acercarme al médico a cargo de las pruebas para preguntarle cómo carambas podemos organizar mejor los turnos para ver si agilizamos y de paso evitamos un caldo de contagio, y todo para que me responda con ese irritante tono desdeñoso: “Mi turno es hasta las tres (de la tarde) y el que no alcance hoy, entonces que venga mañana”. ¡¿En serio?!, esa es la única respuesta de alguien que está para servir, eso pienso mientras me decido a insistirle e intentar hacerle ver que hay demasiadas personas y que aplazar sus pruebas para el día siguiente solo hará que crezca la multitud y que haya más riesgo, ¿adivinen qué respondió?
-No me importa, eso no es mi problema- dijo justo antes de perderse entre la gente. ¡Mch! (Le puede interesar: ¿Hallan variante genética que aumenta riesgo por COVID?)
Toda esta situación me lleva a analizar como nos encontramos en cuanto a la pandemia. ¿Las EPS están al tanto del comportamiento de sus empleados? Y, más allá de las preguntas, me queda el sinsabor de ver cómo la intolerancia está a flor de piel por estos días. ¡Solo espero que todo esto valga la pena y que al final obtenga una hoja en la que se lea un glorioso “Negativo”!
Así vamos
No dejo de preguntarme cuándo acabará esto. ¿Cuántas variantes tendrán que pasar para que volvamos a respirar en la calle sin tapabocas? ¿Cuántas olas tendremos que soportar para que esto acabe de una buena vez y pueda volver a abrazar a mis abuelos sin ese miedo que siento en el fondo del estómago?
No sé. Nadie lo sabe. Parece que solo los números nos dan certezas sobre la situación de Cartagena en la pandemia... y se podría decir que, de acuerdo con el INS, la cosa está así: hasta ayer a mediodía, la ciudad llevaba 141.985 casos totales de COVID-19, de los cuales 135.729 se habían recuperado y 2.200 murieron. Había también 3.626 casos activos aislados en sus casas y 27 hospitalizados, según la página web del INS. Por otro lado, la vacunación avanzaba en la capital de Bolívar: hasta ayer iban 700.306 dosis de vacunas anti-COVID aplicadas.
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Las horas pasan y yo sigo sintiéndome congestionada, el dolor sigue incrustado en mi garganta. Son las cuatro de la tarde. Por fin me han tomado la muestra y prometen entregar el resultado en diez minutos.
En la lectura más veloz que jamás hice, encuentro el resultado: ¡Negativo!
Más tarde sabré que casi toda mi familia está contagiada...