“Se necesita un tipo que sepa contabilidad, mecanografía, taquigrafía” —o algo así— decía un aviso que la prensa publicó en la Cartagena de la década de 1940. No importa el día, importa que Cristóbal López Vargas lo leyó y se fue para los Talleres de la Litografía Mogollón convencido de que él era ese tipo, aunque no tuviera idea de mecanografía, ni de taquigrafía y muchísimo menos de contabilidad.
Había una fila de unos diez hombres, pero Cristóbal no la hizo, sino que se las arregló para hablar directamente con el jefe de personal...
—No sé nada de eso, pero yo necesito ese empleo —le dijo.
—Pero si usted no sabe nada...
—Bueno, pero es que de verdad lo necesito.
Las ganas de trabajar se le notaban tanto a Cristóbal, un muchachito de escasos veinte años que apenas había terminado su bachillerato, que aquel jefe accedió a presentarlo donde los ‘pluma blanca’, uno de ellos era don Pepe Mogollón.
“Me vieron tantas ganas de trabajar que cogieron un sobre y se lo mandaron al señor Alfonso Pereira, que era el gerente de los talleres Mogollón, empecé a trabajar el 19 de septiembre de 1948”, recuerda Cristóbal tantísimos años después desde el balcón de su apartamento, en Castillogrande. Es miércoles, 11 de febrero de 2021, y la brisa que viene de la bahía, así como los tres metros que lo separan de mí, nos dan la licencia para que él se quite el tapabocas para las fotos. Solo entonces conozco esa sonrisa que cumplió 93 años el 28 de enero pasado, pero que tiene cara de 60 y que surge con cada recuerdo de una vida tan arriesgada como plena. Tan trabajada como exitosa.
“Yo pensé que me iban a pagar 3.000 pesos mensuales y resulta que me pagaron 2 pesos diarios —recuerda Cristóbal y ríe— y le dije a Alfonso: me voy, pero me quedé porque me pagaron 3 pesos”.
El tipo que no sabía nada, al que algún día le conseguirían un reemplazo, terminó por convertirse más temprano que tarde en el jefe de 300 personas en los talleres Mogollón. ¿Cómo? Sentándose al lado del gerente, de la secretaria, de los operarios: observando, aprendiendo, trabajando durante 19 años. “Dirigí a 200 mujeres y 100 hombres, me sabía el nombre de cada uno y cuánto ganaba cada uno”, apunta. Había algo más de disciplina allí, había corazón y humanidad, pero llegaría el momento de partir.
“En un juego de golf, Alfonso Pereira me dijo: ‘Cristóbal, me acaban de nombrar como distribuidor de la General Motors para Sucre, Bolívar y Córdoba, necesitamos que te vengas a trabajar con nosotros’. Le dije: ‘Alfonso, tú sabes lo que me gano en Mogollón, si tú me das 1.000 pesos más y un carro, yo me voy’”.
Y sí: se fue. Aunque sus jefes le pidieron de todas las formas que se quedara, Cristóbal había comprometido su palabra y eso, señoras y señoras, valía muchísimo.
El mismo Alfonso Pereira, que había trabajado junto a él en los talleres Mogollón, le ofreció a Cristóbal la posibilidad de gerenciar un almacén de electrodomésticos. “Pereira tenía dos almacenes en el Centro, él manejaba uno y había otro manejado por otra persona, entonces me dijo que yo estaría al frente del otro: vendían electrodomésticos e íbamos a vender carros”, recuerda. El almacén que iba a dirigir vendía 250.000 pesos mensuales y el de Pereira 500.000 -que entonces era una cantidad nada despreciable-. Me llevó a la Gerencia, en el segundo piso, pero yo le dije que yo iba a vender, aunque no tenía ni idea: no había vendido ni un lápiz”.
Así que Cristóbal arregló un lugar a su gusto en el primer piso y vendió el primer mes 750.000 pesos y Pereira 500. “¡No puede ser! ¿Y tú qué hiciste?, me preguntaba Pereira”... Y Cristóbal se prepara para confesarme el secreto de su éxito: “Solo atendí a la gente, la traté bien”. El éxito en las ventas no fue producto de la casualidad, porque se repitió mes tras mes e, incluso, al año ya habían hecho a Cristóbal socio del negocio.
Cristóbal era mucho más que un hombre arriesgado, había decidido que, aunque no le hubiera dado tiempo de estudiar una carrera universitaria, trabajaría incansablemente y siempre seguiría adelante. Tanto que, poco después del almacén, tuvo la idea de vender solo carros y lo hizo: fue uno de los socios fundadores de Autobol, los otros eran Alfonso Pereira, Antonio Araújo y Enrique Zurek.
“Comenzamos en La Matuna. En esa época no era tan feo, pero era feísimo. Comencé a vender los carros. En el 70, cerraron las importaciones y quedé... ¡y yo qué hago! Me puse a vender carros de segunda. En el 71 quebró Caribesa con un escándalo, todo el mundo decía que los Lara eran unos bandidos, pero yo llamé a Rómulo Lara y le dije: ‘Usted no me conoce y yo no lo conozco, pero necesito que me dé la distribución de sus carros en Cartagena’. Él me respondió: ‘¡Tú estás loco, allá no me quieren ni ver a mí!’... Yo le voy a vender los carros, usted no tiene nada que ver con eso... Él me preguntaba: ‘¿Usted se atreve?, ¿seguro?’. Yo le dije que sí —aunque a sus socios no les sonaba mucho la idea—.
“Me dijo: ‘Véngase para Bogotá’. Me invitó a almorzar, empezamos a hablar del negocio, del proceso de la quiebra de Caribesa y me dijo: ‘Te doy la agencia con una condición, me compras 25 carros y me los pagas de contado”, cuenta Cristóbal y recuerda que aceptó sin titubear, aunque tuviera que conseguir 3 millones de pesos, que, en ese tiempo, ¡eran un mundo de plata!
Recorrió todos los bancos de la ciudad y ninguno le quería prestar tanto dinero, pero, al final, un ‘gringuito’ que había conocido por casualidad en un almuerzo, que era gerente de un banco, le prestó el dinero. “¿Y cómo lo iba a pagar? Un millón a los 60 días y los 2 millones a los 18 meses. Al día 54, yo tenía el millón de pesos”, recuerda.
Tiempo después, los Lara le vendieron su empresa a Fiat Automóviles (Fabbrica Italiana Automobili Torino) y, gracias a que Cristóbal era el distribuidor para Cartagena, entonces conoció al mismísimo presidente de esa compañía para el mundo. “Los italianos vinieron a Cartagena y los atendí tan bien que ellos me trataron a la maravilla y ahí comenzó la época brillante mía”, dice.
La prosperidad le alcanzó a Cristóbal para vender 25.000 carros, tener una estación de servicio y algunas otras propiedades.
Cristóbal acaba de cumplir 93 años y me cuenta que ya está listo para recibir la vacuna contra el COVID-19. Se siente tan pleno que no podría ocultar tanto agradecimiento por la vida, que le ha permitido ser lo que ha querido y cuando lo ha querido: “¡Si yo fui hasta boxeador! —me dice antes de reír como un niño travieso—”. Practicó natación, después jugó béisbol, sóftbol, pero ya, con la edad, no podía hacer ciertos deportes, entonces empezó a jugar golf y nunca ha dejado de hacerlo. “Hice tres hoyos en un año y te cuento una cosa, apunta, porque quizá la gente no va a creer esto (...) Yo tenía trofeos en pilas, pero en pilas, en pilas, cómo será... Aquí todo se oxida y los trofeos estaban pegados en la pared, así que se caían y se partían, entonces le dije a mi esposa: coge todo y, lo que sea de plata, fúndelo. Ella hizo unas bandejas y unas jarras, porque era bastantico, y lo demás se lo regalé a mis empleados de Autobol. Tengo el de las tres bolas, con el que hice tres hoyos en uno, que es la mejor jugada que puede hacer un golfista. Los tres hoyos lo hice en un año”, asegura.
Va dos veces por semana al Club Campestre y ¡gana!
—Por todo lo que me cuenta, siento que usted ha sido un poco... ¿arriesgado? —digo.
—¡Súper arriesgado! —replica y vuelve a reír.
—¿Usted qué les aconsejaría a los jóvenes que a lo mejor están por empezar su vida laboral?
—Que no le tengan miedo a vivir. Fui un tipo supremamente positivo toda la vida. Tengo 93 años, mis amigos están todos enterrados y yo todavía puedo hablar, puedo jugar golf y ganar. He vivido tranquilo, ¿sabes? Nunca, óyeme bien, nunca me sobregiré... Ni yo, ni mis compañías. Todo siempre ha estado programado. Cuando me retiré, programé para vivir hasta los 95 años sin pedirle nada a nadie. De ahí para adelante, no sé qué va a pasar, tengo una rentica y esto es mío, así que todo está bien —me dice y vuelve a reír.
Me despido y no puedo evitar pensarlo: esa inmensa gratitud por la vida debería ser contagiosa.
Cristóbal está casado con María Victoria De Zubiría y tiene tres hijos de otro matrimonio.
Todos lo conocen como ‘Cacha’ porque, según él mismo, cuando comenzó su vida profesional le era muy fácil aprenderse todos los nombres de sus colaboradores, pero más tarde, cuando empezó a crecer, le era difícil. Para hacer más cercano el trato con las personas, decidió llamar a todos los hombres ‘Cacha’. “Me esfuerzo aún más por recordar los nombres de las mujeres, para no pasar pena”, añade.