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Cartagena, una historia de fuego

Cartagena se ha pasado la vida apagando incendios: cuando no eran los piratas que disparaban los cañones contra la ciudad, eran los antiguos sitiadores por mar y tierra.

No hay un solo siglo donde no aparezca el incendio como personaje devastador de Cartagena de Indias, desde su remota fundación hispánica.

Se podría decir que la conquista española de la ciudad fue tan violenta que provocó incendios en el primitivo y elemental reino de los bohíos de palma amarga. El incendio acompañó a todos los conquistadores. Lo que no se consiguió con la resistencia, aparentemente por las buenas, se logró con la crudeza implacable del fuego: incendiando las casas de los indígenas mocanaes y disparando contra ellos. Lo mismo los piratas y los bucaneros.

El pirata inglés Francis Drake, para presionar a las autoridades de Cartagena, refugiado en el vecino municipio de Turbaco, empezó por quemar más de doscientas casas del pueblo. Amenazó con destruir la cumbre de la catedral, que estaba en plena construcción, disparando una bala de cañón. Drake, con su cabellera rojiza y sus ojos azules endemoniados, exigió 107 mil escudos de oro. Se robó las campanas de la ciudad, joyas y muchas piezas de artillería. Esas joyas deben estar en Inglaterra, porque eran para la reina.

Los africanos esclavizados se subastaban en Cartagena en lo que hoy conocemos como Plaza de los Coches y la Plaza de la Aduana; los dueños los marcaban con sus iniciales, como a las vacas: con hierros al fuego vivo. Ese fuego en la piel de nuestros hermanos africanos dejó una huella de dolor innombrable y no apagó su llama de indignidad y crueldad a lo largo de tres siglos. La carimba o hierro de marca dejó una señal en el largo sufrimiento de nuestros ancestros africanos en Cartagena y en América.

Con el fuego desolador e inhumano se intentó resolver la vida y desafiar la muerte. Los herejes iban a la hoguera, por decisión del Santo Tribunal de la Inquisición, que de santo no tenía ni un pelo. El fuego, que en algunas culturas es signo de purificación, entre nosotros fue signo de perversión. Quemar vivo al hereje como al indígena taíno Hatuey en Cuba, como intentar borrar con fuego las deidades espirituales africanas e indígenas.

Todos los piratas dejaron su estela de incendio en Cartagena, al disparar contra la ciudad e invadirla a sangre y fuego. La primera catedral de Cartagena fue devorada por las llamas que provocó el pirata. Pero los incendios ocurrían además de las guerras, los asaltos piráticos y ataques de sitiadores, por negligencia humana, como ocurrió el 8 de enero de 1551, por descuido de unas mujeres, como lo cuenta el historiador Raúl Porto Cabrales. Pero no siempre por descuido humano, también por los provocadores de incendios.

Si uno recorre la ciudad, empezando por la catedral que se quemó en pleno centro amurallado, le siguen depósitos de pólvora, factorías, mercaderías, almacenes, residencias, clubes sociales que se quemaron, como el Club Popa, el diario conservador El Fígaro, el viejo mercado público, las viejas empresas públicas municipales, para citar algunos ejemplos, y el fuego provocado también quiso arrasar con la memoria colectiva y los archivos judiciales como ocurrió con el 9 de abril de 1948 con el asesinato del candidato presidencial Jorge Eliécer Gaitán y el holocausto del Palacio de Justicia en 1985. El fuego ha estado en los procesos sociales, económicos y políticos de la ciudad y el país. Con un bombardeo se intentó borrar la huella de los leprosos de Caño de Loro, luego de que fueran sacados de allí. El fuego sobre las bañeras de los leprosos y el fuego en la zona delineada del leprocomio.

El honor se limpiaba en aquellos tiempos a sangre y fuego. Hombre que dejaba plantada a una prometida en el altar, porque se arrepentía o se iba con otra, pagaba con su muerte esa burla pública. Y los familiares lo resolvían con un duelo de honor o con un tiro de gracia. Así de bárbaro era el código de honor que rigió hasta hace poco entre nosotros y aún es vigente en ciertos pueblos del mundo, como en Egipto.

El más famoso barco de vapor que cruzó más de medio siglo de amores y soledades por el río Magdalena, el David Arango, se quemó en un descuido de una mujer que estaba planchando y bajó el barco a comprar algo; el barco entero quedó convertido en astillas hace sesenta años.

Hasta hace poco deambulaba por las calles de Cartagena un pescador que había perdido sus brazos al pescar con dinamita. Era un viejo pescador de La Boquilla que, al igual que muchos, pescaba al amanecer tirando un taco de dinamita al mar. Increíble que encaráramos la pobreza y el hambre con pura dinamita.

Para los conquistadores españoles no era suficiente el exterminio con fuego. El sitiador Pablo Morillo les prendió fuego a los leprosos de la ciudad cuando pasó, entre agosto y diciembre, dejando la ciudad diezmada. El pelotón de fusilamiento de oficiales españoles, dirigido por el sitiador que condenó a nuestros legendarios mártires, no se contentó con verlos muertos después de las ráfagas de fuego, sino que pidió que los descuartizaran como escarmiento para los insurgentes. Acuérdense que al comunero José Antonio Galán lo amarraron a cuatro caballos y lo fueron descuartizando, como quien corta a pedacitos un gusano con un cuchillo. Es una historia brutal que uno cree que ocurrió en el pasado, pero sigue ocurriendo en el presente en todas sus formas despiadadas, ante la mirada indiferente y cómplice de los nuevos justicieros que se creen con derechos de segar vidas de líderes sociales o ambientalistas o políticos, solo porque piensan o actúan de manera diferente.

En el pasado colonial le quemaban la casa al insurgente y rociaban sal en las cuatro columnas de la vivienda para salarle la vida a la estirpe venidera. Y qué curioso, a Policarpa Salavarrieta no solo la fusilaron, sino que le quemaron su propia casa y la de sus familiares. Y cuando se recreó su vida en una serie de televisión, hace poco, su casa museo, que rendía culto a su memoria, fue quemada... dos siglos después de su fusilamiento.

Nada de eso es gratuito, por su puesto, como que se quemen las memorias ancestrales de culturas primigenias para que el culto enceguecido e irracional de la privatización prevalezca por encima de la memoria pública y colectiva. O se quemen los archivos de la memoria regional o nacional. Nuestra historia tiene inmensas franjas sumergidas en tierra y mar, y en toda ella pervive la presencia del fuego, como ese galeón que no termina de contar su historia debajo del océano, luego de ser hundido a fuego por ingleses aquel atardecer del 6 de junio de 1708. El fuego ha sido testigo y juez inmisericorde de nuestra historia. El viejo dueño de casa donde se hospedó el general Simón Bolívar en Cartagena, al enterarse de su muerte, empezó a quemar la silla donde se sentó, la cama donde durmió, la mesa donde escribió, y la lámpara con la que se guiaba en una noche sin luna. El fuego borrando memorias.

Epílogo

El rey Felipe II decidió amurallar a Cartagena de Indias para protegerla de los ataques de piratas, preservarla de los incendios que provocaban sus asaltantes, abaluartar el tesoro guardado y el oro perseguido y codiciado que aún le siguen arrebatando los nuevos sitiadores, malandrines y bucaneros. El fuego reaparece de pronto con las mismas razones de hace quinientos años y no con la inocencia y el candor de aquellas mujeres que, en un descuido, dejaron incendiar la ciudad.

La historia de Cartagena de Indias, bajo el sigilo de un mar que parece tan tranquilo, donde parece que no ocurriera nada, no cesa de contar una historia a sangre y fuego.

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