Muchos recuerdos se despiertan cada vez que regreso a Calamar y desciendo las escalinatas de cemento de la antigua albarrada y veo pasar las canoas sobre el río Magdalena. Los rastros del antiguo esplendor del ferrocarril, del puerto fluvial y aéreo y de los campamentos petroleros, se quedaron como imágenes en blanco y negro en la Fototeca Histórica de Cartagena.
Sobre ese mismo río transcurrió la vida comercial y cultural de Calamar en más de medio siglo, cuando el tren se detuvo un viernes de octubre de 1951, y bajo el sol de espejos astillados, cuadrillas de obreros desmontaron el entramado de los rieles que se habían forjado desde 1894, y las mujeres de más de treinta burdeles lloraban porque intuían que aquello era como si el mundo empezara a apagarse bajo el resplandor de octubre. Lea: El artista cartagenero que esculpe la realidad a través de Funko Pops
Junto a la muerte de los trenes, Calamar, que fue pionera de la aviación comercial en Sudamérica, empezó su declive y le sobrevino el brutal aislamiento entre regiones y la inminente decadencia del flujo comercial de once estaciones del tren de Cartagena hacia Calamar, tal como lo ha contado el historiador Javier Ortiz Cassiani, en su espléndido libro de investigación “Un diablo al que llaman tren. El ferrocarril Cartagena-Calamar” (Fondo de Cultura Económica, 2018).
Y he venido a preguntarle al compadre Emmanuel Páez Llerena que me vuelva a contar el cuento completo en este último día quemante de febrero de 2023, gracias a la invitación que me hizo Hay Festival Cartagena en su agenda en los municipios, para conversar con más de medio centenar de niños de las escuelas de Calamar, compartiendo una mañana y una tarde de cuentos e historias en la Casa de la Cultura de Calamar, que lleva el nombre del escritor Antonio García Llach, el autor de las novelas “Alma traicionada” y “Camino a la gloria”.
En Calamar existió el Puerto Giratorio que unía a Soplaviento y Arenal con Calamar. El capitán de ese puerto controlaba el momento exacto en que arribaban los barcos y los trenes. Cuando venía el tren, el capitán giraba la compuerta para que pasara el tren por el puente de arriba. Y cuando venía el barco, giraba la compuerta para que el barco pasara por debajo. Pero un día el capitán se quedó dormido, dicen que el tipo estaba embriagado, y el vapor Zaragoza pitó insistentemente alarmando al capitán, pero cuando el despertó ya era tarde: el vapor se estrelló y toda la tripulación murió ahogada en el río Magdalena.
Dicen aún los viejos pescadores y navegantes de Calamar que aún por las noches sobre el río presienten como lluvia de luciérnagas las luces perdidas del viejo vapor sumergido y las almas errantes de los ahogados. El primer siniestro aéreo de un avión alemán ocurrió en Calamar y el avión cayó sobre la ciénaga de Norato. También el lujoso Hotel Flotante Idse que existió en Calamar, promovido por el vapor Idse, fue remolcado por los vientos huracanados, desde Calamar hasta la costa de Pedraza en el Magdalena. El viento arrastró las mesas de mármol y elevó por los aires los finos cubiertos de plata.

Algo de ese lejano esplendor de Calamar se intuye incluso en las hermosos caserones republicanos y en las sofisticadas arquitecturas de sus casas construidas por sirios libaneses, franceses, italianos, alemanes, que se quedaron a vivir para siempre en la región cuando era un polo de desarrollo comercial e industrial. Fue un ingeniero francés de apellido Totten quien lideró a pico y pala las cuadrillas de obreros que construyeron el canal del Dique, y lo culminaron el 1 de enero de 1848, fecha en que se fundó Calamar, antigua comunidad de los indígenas Mocanaes, primeros habitantes.
El dato que figura en el libro de Ortiz Cassiani, me lo reafirma Emmanuel Páez Llerena, quien es el autor de una monografía histórica de Calamar, ganadora de la primera convocatoria de historia regional en Cartagena, en 1988. Lea: La historia de un hotel frente al mar de Cartagena que tendrá su película
Conservo desde aquellos días en que leí su monografía una foto de Niní Moreno, el hijo de Teodosio Moreno, quien era el encargado de la agencia aérea alemana Scadta, y cuando se asomaba al balcón de la agencia, las mujeres suspiraban por aquel hombre alto de intensos ojos azules, y en un delirio le arrojaban sombreros, abanicos de mano y prendas íntimas. Heredó de su padre Niní Moreno, a quien en Cartagena, llamaban El Muñecón Bandido, el placer narcisista de mirarse al espejo, darse golpecitos de perfumes en las mejillas y decir con picardía: “Muñeco, Muñecón Bandido, cómo las haces sufrir!
La casa donde estoy ahora en Calamar fue construida en un área de 90 metros de frente y 120 metros de patio, por el italiano Reinaldo Paternostro Odorizzy, de ancestro materno suizo, y es la sede de la Casa de la Cultura de Calamar. Desde hace cuatro años la Casa de la Cultura, luego de la pandemia, sobrevive con el apoyo de la administración municipal, pero requiere de mayor presupuesto para pagar el aseo y mantenimiento de la casa, cuyo inmenso patio sembrado de mangos, cerezas, heliconias, trinitarias y coralitos amarillos y rojos, también merece ser mantenido. La maleza ha crecido a los lados del formidable auditorio de palma, y hay áreas del patio que están deterioradas por el abandono, y podrían ser embellecidas y reutilizadas para talleres y encuentros culturales.
Hay un coordinador de la casa, el profesor Jesús Martínez Berdugo, interesado en desarrollar una agenda cultural, pese a la carencia de presupuestos. Está también la directora de la Biblioteca Municipal Roberto Botero Morales, la señora Irene Varela, quien también desarrolla una actividad cultural en la casa. La convocatoria cultural tuvo impacto, gracias a la alianza entre Hay Festival, La Carreta Literaria que dirige Martín Murillo y el apoyo de la Gobernación de Bolívar.
Participaron activamente cuarenta y cinco niños de quinto grado, y en la tarde, otra cuarentena de jóvenes de cursos superiores. Emmanuel me dice que Roberto Botero Morales, quien vino del Valle del Cauca, fue el mejor profesor que ha tenido la región, fundador del Instituto Calamar.
Cada semana los habitantes de Calamar, al pie del río, tienen que comprar tanques de veinte litros de agua, para consumo doméstico. El municipio está a 80 kilómetros de la desembocadura de Bocas de Ceniza, en donde hay mayor contaminación del Magdalena. La planta de tratamiento del acueducto es artesanal. Hay racionamientos de luz. Los estudiantes de la Institución Educativa Técnico Agroindustrial de Calamar, no tienen bus para llegar a su colegio. Son muchos los sueños que tienen los niños y las niñas de Calamar.
La niña Daliana Michell de 5 Grado dijo que le encanta de Calamar, “su naturaleza, la comida, el río desde el puente, la estación del tren, la cultura, la gente, pero me gustaría que hubiera acueducto y alcantarillado, que no se fuera tanto la luz y que cuidaran los parques”.
El niño José Manuel dijo que quería que “Calamar tuviera un tren que recorra todo el pueblo como antes”. Otros niños opinaron que deseaban tener internet en el colegio.
Al final de la tarde, Emmanuel nos contó que Abdú Eljaiek, de Calamar, el más grande fotógrafo que ha dado la región y uno de los mejores de Colombia, será homenajeado en próximos días. Desde años, por iniciativa de una legión de gestores e investigadores de Calamar, liderados por Emmanuel, propone declarar Patrimonio Oral e Inmaterial de la Nación, la rica y ancestral tradición del Son de Negros, El Pajarito, el bullerengue y la tambora, que se cultiva desde el siglo XIX en Calamar. Nos despedimos bajo la luz del atardecer. Calamar es un tren inagotable de historias.