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Cartagena, capital de los sueños aplazados

Sin darnos cuenta se nos han ido veintiún años de un nuevo siglo sin que hubiéramos avanzado en la realización de sueños colectivos para mejorar el destino de Cartagena.

Los sueños más pequeños se volvieron imposibles en Cartagena. Se murieron cuatro generaciones de cartageneros esperando que los cuerpos de agua se hicieran navegables y se pregonó que seríamos una Venecia del Caribe, cuyos caños y lagunas estarían enhebrados como un tapiz fluyente que abarcaría toda la ciudad desde su bahía y la Ciénaga de la Virgen abriendo sus brazos al mar, en el preludio de la celebración de los cuatrocientos cincuenta años, en 1983, hace ya casi de cuatro décadas.

El joven pintor Enrique Grau había dibujado un mapa de la ciudad en 1948 en la que trazaba aquel paisaje navegable, cuya ciénaga no era aún el vertedero de basuras y residuos de las empresas locales, sino un lugar imprescindible de los pescadores. Hasta las especies nativas en fauna y flora empezaron a desaparecer con la degradación del medio ambiente. (Lea también: Cartagena, una ciudad de estatuas invisibles)

Desaparecieron los árboles de macondo, clemón, marañón, icacos, que abundaban en Cartagena en aquellos años, y peces que desaparecieron de la memoria ciudadana. Recuerdo al alcalde Antonio Pretel Emiliani promoviendo con espíritu cívico el retorno feliz de la bandera cuadrilonga olvidada por los mismos ciudadanos y el himno de la ciudad que también había sido desterrado de la memoria colectiva. Ese año se despertaron muchísimos sueños que estaban guardados en los baúles. Eran sueños sencillos, urgentes, necesarios y funcionales, que sacudían el letargo de tantos años de aplazamientos y olvidos, e infundían un nuevo aliento a la cultura ciudadana. Pero el sueño de hacer navegables los cuerpos de agua de toda la ciudad venían planteándose desde mediados de siglo veinte. Y, sin darnos cuenta, se nos han ido veintiún años de un nuevo siglo sin que hubiéramos avanzado en la realización de sueños colectivos para mejorar el destino de Cartagena. Por el contrario, nos hemos ido empobreciendo paradójicamente en una ciudad con inmensos potenciales y no se ven las inversiones en obras de infraestructura y mucho menos inversiones en lo público, como bien lo ha dicho con desencanto el economista Adolfo Meisel Roca en el ‘Foro Construcción y Agricultura Presentes en la Recuperación Económica y Social desde las Regiones’: “Cartagena es una ciudad rica, tiene bajo recaudo de impuestos locales, gran inversión industrial, un puerto de primer orden y principal destino turístico, pero la inversión social no se ve reflejada”. (Lea también: Estos son los cuerpos de agua que bañan a Cartagena)

Las otras zonas de tolerancia

Los sueños aplazados vuelven a nombrarse como si empezáramos de nuevo: si hace más de cuatro décadas la zona de tolerancia estaba en Tesca y se desparramó en ciertos puntos de la ciudad como la calle de La Media Luna, El Bosque, en cercanías a la zona industrial, esa zona de tolerancia que estaba focalizada en Getsemaní, revitalizado desde hace unos años y convertido en zona rosa por sus restaurantes, bares y discotecas y atractivo del turismo nacional y mundial, desafió su propio estigma, pero la zona de tolerancia se mudó de Getsemaní a la Plaza de la Paz, Torre del Reloj y Plaza de los Coches del Centro histórico.

Hoy, como hace veinte y treinta años, vuelve a hablarse de crear una nueva zona de tolerancia en Cartagena. La prostitución es el oficio más viejo del mundo, irrumpe en ciudades turísticas con más énfasis, pero a falta de políticas públicas de control y planificación, junto a la prostitución prosperarán otros flagelos como la explotación sexual infantil y juvenil, el tráfico de drogas y otros brotes desatados de la delincuencia. La gallina de los huevos de oro en Cartagena que se intuyó era el turismo, se nos volvió un monstruo incontrolable y depredador. Lo que no está muy claro en Cartagena es cuál es la ciudad que deseamos, a fin de cuentas, los que la habitamos y sobrevivimos en ella. Cartagena se convirtió en la capital de las inversiones privadas y en la aldea huérfana de inversión social. Sin duda, la degradación social es lo que más sale a relucir en la ciudad. En una ciudad sin proyectos sociales para la juventud, lo que más sale a flote, en medio de la doble peste sanitaria y social, son incontables familias que viven del ingreso de sus hijas prostituidas o familias que viven del micro tráfico de drogas, familias desempleadas y desesperadas, muchas de ellas sobreviven en el rebusque, en la incertidumbre laboral o en el oscuro sendero de la delincuencia. La degradación de la ciudad no es solo la pobreza y la miseria extrema que amuralla los barrios de las periferias, es también la condición humana vulnerada de sus habitantes. (También le puede interesar: Piden prohibir la prostitución en el Centro Histórico, ¿hay sustento legal? )

La sorpresa de un turista del interior que se vino en su vehículo hasta Cartagena fue conocer a un par de muchachas, una recién salida del bachillerato y otra universitaria, las dos, residentes en un barrio de la ciudad. Las invitó a salir en compañía de otro amigo. Una tenía dieciocho años y otra veintidós. El turista le dijo a su amigo que eligiera una de las dos, porque se irían de farra hasta el amanecer. El turista se quedó con la muchacha de veintidós, pero su amigo desistió de la propuesta, y le propuso llevarla a su casa, después de medianoche. Al llegar a la casa la esperaban sus padres en la puerta. Ellos sabían que la hija se rebuscaba como prepago los fines de semana en el Centro de Cartagena. Y no solo lo sabían, sino que no decían nada porque ella aportaba una buena parte de su dinero en el sostenimiento de la casa. Lo mismo le ocurrió al turista al llevar a la muchacha a su casa. Los padres también lo sabían y se habían acostumbrado con brutal desencanto e impotencia, a la degradante perversión de la pobreza.

De árboles y caballos

Si ese es el panorama desolador y pervertido de la ciudad, ¿qué podemos esperar del desequilibrio ambiental? Seguimos como hace treinta años viendo morir a los caballos cocheros, asmáticos, enfermos, paseando un número excesivo de turistas, abusando de los límites del animal.

Seguimos soñando con unas pesebreras para los caballos y con albergues para perros y gatos callejeros. Ha habido en este 2021, en este semestre, violencia contra los animales en Cartagena. No solo con los caballos cocheros, sino con gatos y perros. Una señora bondadosa, que daba de comer a medio centenar de gatos debajo de un puente, vio una mañana estremecida de horror que alguien roció gasolina a los gatos y les prendió fuego. No pudo evitar que un desalmado propiciara esta masacre de gatos en la ciudad.

Junto a la orfandad de los animales de la calle, están los árboles que envenenan y talan indiscriminadamente, como bien lo ha denunciado el ambientalista y documentalista Haroldo Rodríguez, quien, en los últimos veinticinco años, a través de su Fundación Verde que te quiero Verde, ha liderado bosques y se ha enfrentado a los molinos de viento que impiden el estallido de las flores. Ha soñado Haroldo con llenar de girasoles las faldas desérticas del Cerro de La Popa. Él promovió la iniciativa ejemplar de que recordáramos la vida de ciertos personajes de la ciudad, no solo del sector cultural, sino también de las comunidades y de las empresas, sembrando en su nombre un árbol. Ahora que bajo esta peste se nos mueren amigos y amigas cada semana y nos consolamos diciéndole a los deudos: Vuela alto, amigo. Vuela alto, amiga. ¡Qué bien que vuele en los cogollos dorados de los árboles! ¡Y en la plenitud de los bosques! Porque si queremos ver a Dios que lo veamos también en el esplendor de los bosques.

Otros ámbitos, otras pobrezas

En el germen desbordado de la pobreza ha prosperado la despiadada inseguridad en Cartagena. La delincuencia se ha desatado como arroz partido. En el comienzo de la pandemia, resurgió de la penumbra de la cárcel aquel muchacho delincuente de padres y abuelos delincuentes, que, al salir de la cárcel, volvió a matar a sangre fría, como años atrás lo hizo con una pareja de italianos que habían decidido vivir sus últimos años en la ciudad. En ese entonces era un mejor de edad y, en el forcejeo por robarles una cámara filmadora, mató a la esposa del italiano y dejó herido al extranjero que murió días después. En ese muchacho delincuente pensé en los días terribles del confinamiento, porque su caso no es aislado: ¿cómo la vida no le había dado a aquellos padres y abuelos una oportunidad distinta a la de ser delincuentes? Toda una estirpe con armas de fuego y armas corto punzantes, que han vivido en las fauces del mal, dejando en sus huellas un reguero de sangre en el destino de la ciudad. En estos 16 meses de pandemia emergió la violencia intrafamiliar y los feminicidios en Cartagena y Bolívar. Tal como lo decía un pensador en estos días, él no cree que la humanidad se mejore después de la peste. A lo largo de esta tragedia planetaria, saldrá a relucir lo mejor y peor de la condición humana.

Epílogo

Cartagena ha ido deteriorándose por dentro y por fuera. El adoquinado vuela con un aguacero, las vías son cráteres y los escaños ya muestran la desnudez de sus alambres. La ciudad ha ido probando que es la capital de los límites violados, que replica los desafueros de las ciudades turísticas del mundo: la fiesta multitudinaria de un patriarca de la India con una legión de mujeres danzando en la vía, sin permiso de nadie, soltando fuegos de colores, sin ninguna protección sanitaria. La escena de una muchacha nativa con un turista del interior haciendo el amor en un balcón del centro cartagenero a la vista de todos, dispuestos a pagar la multa de solo 416.662 mil pesos con tal de hacer público la felicidad íntima de empelotarse y demostrar que aquí en la tierra del comején, de los sitiadores y los piratas que parecen que jamás se han ido, es posible vivir lo imposible. Una ciudad donde el relajo se volvió una forma de vida, como las más tristes y fatales sorpresas de amor y muerte en medio de pobrezas espantosas detrás de bambalinas.

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