Aún no es tiempo para interpretar todo lo que está pasando; el ímpetu y la rapidez con que se han movido las cosas rebasan la exacta comprensión de todas las causas y motivaciones de las protestas, o para confiadamente pronosticar hacia dónde se dirige el país con ocasión de estas.
Esa incomprensión plena puede explicar por qué el alto Gobierno, la oposición política, los congresistas y, en general, la dirigencia nacional, son incapaces de interpretar la actual realidad. Tal vez por esa misma razón, ninguno de esos grupos de poder hoy se atreve a afirmar que representa a esas muchedumbres de ciudadanos que salen a las calles a expresar su descontento.
No parece sensato explicar lo que ocurre partiendo de los mismos análisis de siempre. Hay algo más de fondo en las persistentes manifestaciones de insatisfacción popular.
Y no es que antes no hubiéramos pasado por momentos tan delicados; por el contrario, las vicisitudes que han rodeado la construcción de esta nación enfadada y divida nos han enseñado que la adversidad, la profunda adversidad, es el pan de cada día con el que se levantan todas las mañanas -y se acuestan- buena parte de los colombianos.
Pero hay algo diferente en este tiempo que muestra una dinámica propia. El hecho de que ya ninguna agrupación política saque pecho por las movilizaciones a lo largo del suelo patrio y que, incluso, Gustavo Petro, a quien la derecha ha señalado como líder de estas manifestaciones se haya desmarcado de los miembros de Paro Nacional al mencionar que debieron levantarlas al momento del retiro del proyecto de reforma tributaria, muestran que el rumbo que tomaron estas ya no dependen solo de los altos dirigentes políticos y sindicales.
Y con razón: los bloqueos a las vías nacionales, que han interrumpido la circulación de alimentos y demás productos necesarios para el consumo básico de la población, con el consecuente desabastecimiento; o las muestras de agotamiento ciudadano en varias capitales incluso por quienes a finales de abril se denotaron conformes con las protestas; y un Gobierno que no parece inmutarse por los llamados de ansiedad de las familias que por primera vez ven estanterías vacías en los almacenes, pueden conllevar a que se devalúen o, incluso, se asfixien, las vías democráticas de cara a las elecciones de 2022.
Con una economía en recesión, familias sujetas a la incertidumbre, jóvenes desesperanzados, cuentas públicas famélicas, la amenaza del total desabastecimiento y con los contagios de la peste al alza, ya pocos partidos, movimientos y colectivos ganan con la continuidad de las protestas sin un norte claro, pues lo que viene es el crescendo de las voces, impacientes unas, avispadas las otras, que pedirán la mano dura para la restauración del orden, incluso de un orden que calle las otras voces, las que se han atrevido a expresarse en tiempos como los que vivimos.