Entre los mensajes que más abundan por las redes en estos días de silencio están aquellos dirigidos a hacernos valorar los asuntos verdaderamente importantes de la vida. Y van desde sesudos análisis de grandes pensadores contemporáneos, como de toda suerte de disquisiciones, algunas trascendentales y otras menos, pero todas dirigidas a hacernos ver cuán frágiles somos ante la madre naturaleza, que parece haber encontrado la forma de hacernos callar y sentarnos a preguntarnos sobre las razones de nuestra existencia.
En el fondo, todos sabemos que, si algo positivo tienen estos días de cuarentena y de cuaresma, es el mayor tiempo que tenemos para repensar en quiénes somos, para qué estamos aquí; o cómo dañamos o hacemos mejores a quienes nos rodean. También tiene sentido que nos preguntemos qué de positivo debe quedar cuando concluya esta experiencia vital a la que todos estamos sujetos.
Quién sabe en cuántas culturas se esperaba un gran acontecimiento ad portas del inicio del Siglo XXI, y hubo toda suerte de teorías sobre que algo grande ocurriría con el arribo de este tercer milenio; incluso, cómo no recordar que se fijó el año 2012 como el de grandes acontecimientos apocalípticos. Pero nada de eso ocurrió. Resulta que lo que nos tiene sobrecogidos es un minúsculo virus que no se deja ver de la mayoría de los mortales. Pero sería el colmo que dejáramos pasar esta oportunidad para pensar con consistencia en qué estamos haciendo mal, tanto a nosotros mismos, como a nuestros semejantes y a las demás especies que conviven esta aventura de crecer en este planeta único, pequeño y maravilloso que se nos ha legado para nuestro gozo, complacencia y realización personales.
Ya sabemos que como íbamos no garantizaremos a las futuras generaciones su sobrevivencia. Y que estamos llamados a transformar nuestras existencias y nuestros entornos; que tendremos que exigir de nuestros sistemas de gobierno cambios sustanciales en la forma como el Estado se relaciona con los ciudadanos, y en cómo los políticos y demás funcionarios administran el patrimonio público. O cómo los empresarios tienen que incorporar en sus estrategias comerciales y en sus balances nuevas maneras de comprender su papel en la sociedad. O cómo los empleados se comprometen con el mejor funcionamiento de las empresas y entidades donde laboran. O en cómo los profesionales independientes o los trabajadores autónomos, formales e informales, adoptan conductas que dignifiquen sus profesiones u oficios. O cómo los dirigentes populares, sindicales y comunitarios honrarán los encargos que sus agrupaciones y comunidades les han delegado.
En fin, estos días Santos podemos gastarlos no solo en orar en familia, sino en compartir la pregunta común de qué vamos a hacer todos para acercarnos al mejor modelo que puede aspirar cada quién conforme con su singular rol en la vida ordinaria, y cómo vamos a relacionarnos con el Creador, con la naturaleza y las demás especies para hacer sostenible a la Tierra para todas las generaciones que nos habrán de suceder hasta que la historia se detenga irremediablemente.