Finalmente, contra los pedidos de partidos de oposición, gremios, analistas y hasta de varios congresistas del Centro Democrático que se orientaron por la directriz dada por su presidente, las plenarias de Senado y Cámara aprobaron el proyecto de Presupuesto General de la Nación para 2022, con la inclusión del polémico Artículo 125 modificatorio de la Ley de Garantías.
Quiere decir que para las próximas elecciones la nación podrá celebrar convenios con las entidades territoriales para ejecutar programas y proyectos correspondientes al presupuesto, sin las limitaciones a las que las entidades públicas han estado sujetas durante los meses previos a las citas electorales. El fundamento de esta modificación, que solo rige para el 2022, es no paralizar la reactivación económica en tiempos en que luchamos por salir de la pandemia.
Desde ese punto de vista, la causa que fundamentó la propuesta de suspensión de tales restricciones contractuales es ontológicamente justificada. En términos de una democracia sana, todo factor artificial que impida el desarrollo de negocios jurídicos lícitos en circunstancias extraordinarias como las que hemos vivido desde el 2020, debe ser removido. Así, frente a una situación excepcional, también excepcionalmente tendría razón suspender pro tempore una norma que impediría continuar inyectando recursos frescos a la economía.
Vistas las cosas desde esa perspectiva teórica, a no dudarlo, la propuesta tenía todo el sentido. El asunto es que, pasadas las primeras semanas en las que se discutió el tema desde que se propuso, comenzaron a surgir las voces que advertían sobre la diferencia rotunda que hay entre lo ideal y lo concreto. Por supuesto, saltó a la palestra el reconocimiento que estamos lejos de ser una democracia sana, Y es todo lo contrario: pudiera ser iluso pensar que esos recursos se asignarían solo para coadyuvar en la reactivación de la maltrecha economía, y para no paralizar en cierta medida a las administraciones locales, tan fatigadas por la crisis pandémica, lejos de los afanes preferenciales por los partidos y candidatos preciados de quienes hoy gobiernan desde la capital y en las provincias.
Pero, sincerémonos: no tenemos muchas razones para esperar que esta vez no haya abuso en las normas sobre objetividad e imparcialidad en la selección y asignación de recursos públicos. La experiencia enseña que los avivatos de siempre ya deben estar preparando sus fauces para capturar los negocios jurídicos sufragados con presupuestos oficiales, y que saldrán favorecidos los financiadores de siempre, más los nuevos patrocinadores de políticos que quieren desplazar a aquellos. Así, la guerra no solo será por los votos, también por la adjudicación de los futuros contratos.
La diferencia ahora puede estar en que, como nunca, la sociedad estará alerta.