Con la posición que han anunciado voceros destacados de las bancadas de la coalición de gobierno, se aviva el debate en torno de las funciones sancionatorias de la Procuraduría General de la Nación (PGN). El debate se centra en si la PGN debe o no tener facultades para imponer, de entre sus sanciones, las de suspensión y destitución de servidores públicos de elección popular.
La discusión se agrió desde la destitución del entonces alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, por parte del procurador Alejandro Ordóñez, lo que llevó al hoy presidente a demandar la determinación ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la cual revocó el fallo al considerar que una entidad administrativa no puede destituir a funcionarios elegidos por votación popular.
Frente a esa posición, el Congreso de la República en el pasado cuatrienio reformó a la Procuraduría con el objeto, entre otras medidas, de atribuirle funciones judiciales similares a las de un juez penal, con lo cual sus providencias no son actos administrativos, sino sentencias dictadas como juez, lo que implica que esas decisiones se controvierten por la vía judicial.
Sucede que los anti-procuraduría no quedaron satisfechos alegando que la naturaleza del Ministerio Público frente a los servidores estatales es sustancialmente disciplinaria, que no judicial. Por su parte, quienes contradicen esa posición se sustentan en que no es una novedad que autoridades administrativas ejerzan funciones jurisdiccionales, citando, para el caso, lo que ocurre con las Superintendencias de Sociedades, y de Industria y Comercio, que gozan de esas competencias judiciales.
Ahora está en manos de la Corte Constitucional la competencia para decidir quién tiene la razón, lo cual definirá si la PGN podrá o no destituir funcionarios de elección popular, o si la competencia quedará radicada en los jueces penales.
Las desconfianzas son legítimas: no existen razones para negar que ha podido haber motivaciones políticas en una institución que goza de relaciones intensas con el Congreso y otras instituciones públicas. Pero también que abundan los ejemplos de fallos justos y muy esperados de destitución contra alcaldes, gobernadores y otros funcionarios de elección popular, dictados en periodos en que la PGN ha brillado por la contundencia e independencia de sus titulares.
Por congestionada y poco especializada, la justicia penal no es suficiente para asegurar un buen, pronto y oportuno control disciplinario de servidores públicos de elección popular. Sancionar las conductas graves contra la ética pública va más allá de analizar lo estrictamente punitivo. Eso puede perderse en la justicia penal. Y en la práctica supondría mayor libertad y confianza para delinquir, de los elegidos popularmente, pero también para ir contra la moral pública y las buenas costumbres.