Esto nos preguntamos muchas personas al constatar que, con el mismo dinero, semana a semana, menos comida llevamos a casa.
Los altos precios de los alimentos fueron atribuidos, inicialmente, al paro. Luego el argumento se volcó hacia las consecuencias de la pandemia reflejadas en una menor producción, a la escasez de mano de obra y al encarecimiento del transporte. Según la FAO, los cereales, los aceites vegetales, el azúcar y, con ellos, los lácteos y la carne, son los productos que más se han encarecido.
Curiosamente, son los cereales, los aceites vegetales y el azúcar, los ingredientes que más utilizan las grandes industrias multinacionales para fabricar comida chatarra y ultra procesados de pobre valor nutricional y de compleja operación logística en cuanto a producción y distribución. Y, más curioso aún, es que justamente esta clase de alimentos son los que menos requerimos y los que más daño le hacen a nuestra salud. Tal vez los precios altos de la materia prima se reflejen en los de estos productos y, aunque a la fuerza, nos podamos liberar de tanta chatarra en nuestra dieta diaria.
Comer bien significa nutrir el cuerpo y el alma con un 80% de alimentos en su estado natural: frutas, hortalizas, tubérculos y leguminosas, ojalá cocinados en casa, frescos y recién cosechados. El 20% restante se complementa con un poco de carne, pescado, huevos, y otros alimentos que aportan sabor, nutrientes y tradición: quesos y otros derivados lácteos, bollos y panes, encurtidos y fermentados, idealmente preparados por artesanos, abuelas y jóvenes emprendedores de la comunidad que rescaten las recetas nutritivas que por siglos alimentaron a nuestros ancestros. Imaginemos comer así y poder comer suficiente, todos nosotros, todos los días. Volver a comer bien.
Según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane), superadas las contingencias de la protesta social y con la característica resiliencia de los agricultores, por lo menos los precios de los huevos, el arroz y las hortalizas no han seguido aumentando. Algo bueno de esto podemos rescatar. Pero hay que hacer algo más.
Quizá podamos empezar por resolver algunas preguntas: ¿qué haremos para que, en un país inmensamente fértil, la comida no se pudra en los campos? ¿Cuándo iniciaremos el mejoramiento de la conexión vial de las pequeñas veredas? ¿Cómo aplicar (ni siquiera inventar) soluciones locales a ese problema global de abastecimiento de alimentos? ¿Seremos capaces de actuar de manera solidaria y lúcida ante lo que viene? ¿Volveremos a comer bien?
Las opiniones aquí expresadas no comprometen a la UTB ni a sus directivos.
* Profesora de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades, UTB,