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Soledad en serie

Creí que nunca llegaría el momento en que alguien se atreviera a filmar Cien años de soledad, aunque nunca dejé de imaginármela en pantalla grande, porque fue eso lo que sentí cuando la leí por primera vez. Y todas las veces que la he leído.

Siempre me pareció una película descomunal, solo que, hasta el momento, únicamente ha rodado en mi imaginación, como creo que ha sucedido con otros admiradores de la saga, que desde que se inicia es la apertura de una epopeya fascinante y entre veces aterradora.

Desde entonces he vivido imaginando que detrás de los soldados que Roque Carnicero asignó para que fusilaran al coronel Aureliano Buendía había una cámara enfocando las espaldas de los verdugos, las puntas de los rifles y la nuca expectante del condenado iracundo. Esa misma cámara fue puesta frente a José Arcadio Buendía cuando tiró la lanza que se clavó en la garganta de Prudencio Aguilar; y luego se ensartó en el piso de tierra cuando Úrsula Iguarán intentó ponerse el cinturón de castidad.

Un lente parecido registró los efectos especiales del humo glacial que salió del baúl donde los gitanos guardaban el bloque de hielo que José Arcadio Buendía calificó como el diamante más grande del mundo, mientras sus pequeños hijos lo veían como un cubo transparente lleno de agujas, que ardía con un fuego extraterrenal.

Alguien instaló varias cámaras en la calle principal del naciente Macondo, la mañana aquella en que Melquiades cargó dos lingotes imantados con los cuales hizo que las bisagras y los tornillos de las puertas se desentrañaran ante la poderosa atracción que el magnetismo ejercía sobre ellos. Un siglo antes, cuando aún no existía Macondo, un camarógrafo se agachó detrás de la abuela de Úrsula para registrar fielmente el instante en que se sentó en un fogón encendido, enloquecida por el asalto de Francis Drake a Riohacha.

El mismo camarógrafo se fue detrás de los abuelos de Úrsula, para enfocar el cuarto herméticamente cerrado que el esposo construyó para que la mujer no siguiera atormentándose con las pesadillas donde los soldados de Drake la sometían a vergonzosos tormentos con hierros encendidos.

Fue un magnífico trabajo de edición el que lograron los realizadores de mi imaginación, cuando el virus del insomnio iba entrando a Macondo y los apestados podían ver sus sueños entre sí; y una cámara reemplazaba los ojos de Úrsula cuando en su espacio onírico aparecieron los padres de Rebeca, aunque solo se fijó en el hombre que vestía un liqui liqui blanco con un botón de oro en el cuello.

Y un gran plano general obtuvieron las cámaras de mi memoria cuando José Arcadio Buendía y sus coterráneos descubrieron, en medio de la selva, un barco abandonado, de costillar humeante, el velamen desgarrado e invadido de plantas rastreras que brotaban florecillas multicolores.

Ojalá que Netflix no me destruya esas imágenes.

*Periodista

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