La corrupción en Colombia no parece reducirse a pesar de los esfuerzos legales e institucionales que se han emprendido. Constantemente son revelados escándalos sobre favoritismos en la celebración de contratos, la desviación de recursos públicos o la acumulación injustificada de patrimonio. Estos quedan en la opinión pública por unos días hasta que uno nuevo surge. Pasamos de un escándalo a otro sin sanciones a los presuntos culpables y, en consecuencia, el costo de cometer este ilícito se mantiene muy bajo. De nada parece haber servido el estatuto anticorrupción creado con la Ley 1474 de 2011 o los documentos tipo de la Ley 1882 de 2018.
Existen algunos indicadores que reflejan una incidencia relativamente baja del fenómeno. Por ejemplo, los procesos de responsabilidad de la Contraloría General de la República indican que los recursos públicos que se pierden por corrupción no representan ni el 1% del Producto Interno Bruto colombiano. Sin embargo, es importante considerar que la naturaleza oculta de la corrupción hace imposible conocer el monto real de recursos que se pierden por este tipo de hechos.
Uno de los elementos más importantes en la lucha contra la corrupción es la capacidad institucional para hacer cumplir las normas. En particular, desincentivar al servidor público o privado para intentar sacar provecho de una posición de poder, lo que se logra con sanciones efectivas. Sin embargo, en Colombia la lucha contra la corrupción se ha enfocado principalmente en tratar de incrementar la transparencia en la contratación pública, lo cual no afecta los incentivos de los agentes, pero sí los costos de cometer dicho delito. Sobra decir que este enfoque no parece haber dado los resultados esperados.
Por tanto, se hace necesario una discusión seria sobre el fortalecimiento institucional para hacer cumplir las normas y sancionar de manera ejemplar a quienes de modo irregular se apropien de los recursos públicos. No estoy hablando de incrementar las herramientas de los entes de control para detectar hechos de corrupción, sino de reducir la impunidad haciendo uso de las herramientas existentes. Después nos podemos preocupar en hacer cada vez más visible la corrupción, pero como están las cosas, ¿de qué nos sirve encontrar más fallas en la contratación o más enriquecimiento ilícito si no habrá sanciones que reduzcan los incentivos a cometer estos delitos en el futuro?
No se trata de un tema menor, pues la corrupción es considerada por los colombianos como el segundo principal problema del país, solo superado por el desempleo y la economía en la actual coyuntura. Sin una mayor capacidad institucional para hacer cumplir las normas y ejercer sanciones ejemplarizantes estaremos condenados a más escándalos de corrupción.