Nunca se ha escuchado de un peatón que va caminando a su trabajo y cada vez que se tropieza con una piedra o sus zapatos pisan un hueco, toma una escopeta y se da un tiro en el pie, en protesta contra el gobierno por el deterioro del andén. A su vez, el gobierno lo mira y dice, como ya no tiene pies para andar, no arreglemos nada. Pues esa historia se repite en La Guajira, cuyos habitantes, sin importar de qué horizonte provienen, solo saben emprenderla contra el único camino, confiable, que tiene el departamento de salir de su letargo: el carbón, y la infraestructura que soporta su producción, transporte y exportación. Cada vez que falta agua, o que hay muchos niños enfermos, cada vez que no hay luz, o cuando algún profesor no es el que les gusta, o cuando se han acabado las medicinas en los centros de salud del departamento, o si el río se desborda y se lleva los cabritos, o si un conductor borracho se accidenta en el árido desierto, la paganini de todos es el carbón. Uno quiere creer que no es cierto que en La Guajira, como en tantas otras fronteras, todo se lo roban, o que sus habitantes solo prefieren acostarse en la hamaca y dejar que la vida les pase. Pero hay verdades que el paisaje o la cultura reflejan por sí solos, sin mayores explicaciones. Y donde no hay rendición de cuentas pública y sistémica, poco puede mejorar. Por más estúpido que parezca, si no reparamos el andén, ese peatón con una escopeta en la mano seguirá disparándose en el pie cada vez que tropiece. Quizás algún día no haya más andén ni dinero para reconstruirlo, o peor aún, médicos para curar sus heridas auto infligidas. Solo más pobreza y por supuesto, un adiós a la escasísima clase media que el carbón había logrado levantar. En algún momento los ciudadanos y nativos de La Guajira deberían actuar con un poco más de sensatez y sentido común. Válidas todas sus protestas, no deberían causar desastrosas consecuencias para la economía de una región pobre y necesitada. Quizás, con ánimos positivos decidan dejar que alguien les ayude a limpiarse la vista bloqueada por la arena de sus desiertos. Así, cuando vayan a protestar, podrán dejar las escopetas a un lado y enfocarse en sus necesidades, hasta que sus voces, sin hacer daño a terceros impotentes, sean escuchadas y su dignidad respetada. Es urgente, especialmente ahora que el carbón se acerca a sus últimas décadas de jolgorio, que el Gobierno central le dé la importancia que se merecen las zonas periféricas como La Guajira. Subir el nivel de conciencia es una tarea inaplazable. No puede seguir actuando como si la piel del país fuera menos importante que su corazón y menos si es la piel la que aporta los recursos para que ese corazón funcione más o menos bien.
Columna
Pobre La Guajira
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