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Mis amigos taxistas

Mis amigos taxistas me han servido en todos los países a donde he viajado. Con todos hablo, les pregunto de su ciudad, de su país, me cuentan de sus prioridades, de sus rabias, de sus problemas. A todos los escucho y ellos me escuchan a mí, es como un papel de mutuo sicólogo en una conversación informal, y además me nutre de cultura y conocimiento local. Por eso respeto mucho a los taxistas. Los he encontrado de todo tipo: el mujeriego que vive apretado porque debe sostener dos hogares, el profesional frustrado porque hace el doble de dinero de taxista que ejerciendo su profesión, el inmigrante que escapó de una pobreza para intentar superarse, el regaña político, que siempre tiene algo que decirle al gobernante de turno y piensa que uno es alguien importante y con influencias. Y están los taxistas cartageneros. Ellos, más allá de toda duda, se han ganado el título de ser los peores conductores de todo el planeta, los que más rompen las reglas de conducción de forma inimaginables jamás antes pensadas, ni por el realismo mágico de García Márquez, con una desfachatez e irrespeto de campeones mundiales pero en sentido inverso.

Es una triste reputación que por fortuna no tiene que permanecer allí.

Por ejemplo, mis amigos taxistas de Cartagena podrían organizar un grupo que lidere el cambio de actitud entre todos ellos, pero como es muy difícil y abarca mucha gente, hay que empezar por un reducido grupo de conductores en una zona de la ciudad, que esté bien delimitada, por ejemplo los barrios peninsulares. Ellos podrían acordar unas reglas, aplicarlas por tiempos cortos, evaluar cómo se sienten y qué percibieron después. Si el resultado es positivo, entonces pueden extender esas reglas más tiempo y después a mayores zonas e involucrar a un grupo mayor de colegas. ¿Cuáles serían esas reglas? Las que ellos definan, pero no deben faltar, por ejemplo, el no detenerse en mitad de calle ni para recoger ni para dejar pasajeros ni para comprar nada, sino orillarse para no estorbar el resto del tránsito; aceptar que en el sector elegido, no se debería violar ninguna norma nunca, por más prisa que lleve; respetar el carril sencillo a pesar de los trancones, mantener el auto limpio, tanqueado, acordar sitios de espera, designar turnos y horas de trabajo, colaborar en temas de seguridad con la ciudadanía y la policía y por supuesto jamás atentar contra el ciudadano o el turista, sus clientes naturales. Aplicando las reglas en el sector elegido podría ser el comienzo de una etapa de mayor reconocimiento económico y sentirse más cómodos, pasajeros y conductores, con su honrosa profesión. Ya no necesitarían pelear por los centavos de la siguiente carrera ni poner a todos quienes les rodean en franco peligro.

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