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Memoria de golero

Siempre he creído que, en el escudo nacional, deberían remplazar al majestuoso Cóndor por el silencioso y olvidadizo golero.

Esta ave carroñera, mensajera de la muerte, símbolo de la miseria, presta ayuda incalculable en la preservación del medio ambiente, pues antes de que aparezcan los jugosos consorcios de aseo, erradica la peligrosa basura orgánica y cadáveres en descomposición sin pasar factura.

Nadie es perfecto. Imprescindible en la cadena alimenticia, el gallinazo tiene vicios compartidos con los colombianos: es olvidadizo y nada previsivo al punto de no fabricar su nido y solo se acuerda de hacerlo cuando está bajo torrenciales aguaceros. En esos difíciles momentos jura y perjura que, cuando escampe, lo construirá, pero con los rayos del sol, al golero ‘emparamao’ se le secan sus alas, y rompe, una y otra vez, su efímera promesa: “¿Para qué construir mi nido, si ya no está lloviendo?” Resplandece el verano, retorna el invierno y nadie ha visto un nido de golero.

Sin lugar a dudas los colombianos, pero sobre todo nuestras autoridades, heredamos la memoria del golero: se nos olvida que retornarán las lluvias y con ellas las inundaciones, el desplome de viviendas en zonas prohibidas, puentes y carreteras intransitables; desborde de diques, caños taponados de basuras; reaparecerán, hambrientos y triunfantes, los forajidos del dengue, los verdugos de las neumonías, leptospirosis, disentería y los cajoncitos blancos al cementerio de los humildes.

Cartagena de Indias, desde hace siglos, preside la ‘Legión de los goleros’. En esta ciudad, empobrecida y tugurizada, la prevención y promoción es un mal chiste en medio de puestos y centros de salud bombardeados por la corrupción, la impunidad y la indiferencia de la propia comunidad que, cada cuatro años, olvida, como lo hace el ave forrada de luto, los rostros de los mercaderes que descuartizan nuestra enclenque democracia. Van y vienen como las voraces e insaciables tormentas, y aquí no pasa nada.

Por eso celebramos, en esta ciudad devorada por el Mar Caribe y las perpetuas inundaciones, que el alcalde William Dau Chamat montara en su impredecible tractor, los multimillonarios recursos de la protección costera amenazados por el comején centralista.

Ojalá haya espacio en la aplanadora y consiga financiar totalmente el alcantarillado pluvial, obras inaplazables que detendrían el derrumbe del patrimonio histórico y el hábitat de los cartageneros que, con el primer chaparrón, su ciudad se convierte en copia, fétida y empobrecida, de Venecia, donde ya no anidarán luciérnagas ni candiles, sino gallinazos sin miga de conciencia.

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