Murió mi tía querida Magaly Esther Osorio Valencia, quien nació un día de noviembre de 1932, en la ciudad de Barranquilla. Se caso con Eduardo Odosgoitia Yarzagaray cuando de muy jóvenes se conocen en una fiesta en su tierra roja de Sahagún (Córdoba), como la llamaba el cuándo se emocionaba en sus discursos familiares bañados con algo de Whisky. Amores que se consolidaron cuando vino a estudiar odontología en la Universidad de Cartagena y fue acogido en el seno de la casa paterna de mi abuelo Abraham ‘El Mono’ Osorio, como un hijo más.
De ella llevo en mis entrañas la esencia de su alma. Siempre vivimos con mi madre juntos en casas vecinas, tanto que nos cogió el año 2022 y todavía esa circunstancia se mantenía vigente.
Un día cualquiera del mes de junio de 1955, a solo dos meses de nacido y porque mi madre había salido a hacer unas compras al Centro, llorando por el hambre, me dio de beber de su leche materna, ya que mi primo Germán, su hijo, quien había nacido unos días antes que yo, tomaba de su pecho. Ese día compartimos la esencia de la maternidad y produjo el enlace indisoluble de la amistad eterna.
En su enorme casa del barrio El Cabrero me recibía con alegría en las vacaciones (a pesar de sus ocho hijos, de la casa llena de gentes y de los primos que venían de Montería), cuando nos fuimos por un tiempo a vivir a Manga, lejos de mi Mar Caribe, cuyas olas reventaban contra la puerta trasera del patio de la casa, donde de sol a sol jugábamos cobijados por la sombra benigna de un enorme árbol de caucho.
Me fascinaba irme todas las largas vacaciones para poder estar en el mar, junto a la alegría de los primos y cuando el barrio era algo así como Macondo, una sola calle larga donde todos nos conocíamos. Metiéndome en su espuma blanca, corriendo olas con las tablas que subrepticiamente quitábamos de las camas, sacándole chipichipis al mar, cuando la marea traía abundante las pequeñas caracuchas que sacábamos de las entrañas de la arena, cuando intentaban huir de nuestras manos como si acaso supieran que las estábamos cazando. Todo para que nuestra abuela nos preparara un rico arroz con su pequeña almeja.
Hoy 28 de julio de 2022, el día de su viaje al insondable misterio de la vida eterna, el cielo amaneció gris, algo presagiaba, y una pertinaz lluvia se mantuvo cayendo constante, como si el cielo llorara su partida.
Su despedida deja un enorme vacío, en mi vida, en todos, en la de mi madre su hermana querida, que extrañará el timbre del teléfono desde tempranas horas para hablar de lo divino y de lo humano, y de los juegos de carta con sus amigas comunes.
Solo me queda el fantasma de los recuerdos, del patio con el árbol de caucho, de su estampa de mujer recia y guapa, esa que deslumbro a mi tío Eduardo, y del mar atrás roncando en el patio, sin cesar, como estos recuerdos que no paran, me sacan las lágrimas y me invaden el alma.
*Arquitecto