A don Sancho Jimeno, el defensor de Bocachica en 1697, le gustaba leer la historia de Roma desde las mocedades en su natal Fuenterrabía a orillas del fronterizo Bidasoa, y aprendió que la historia inevitablemente se repite, con variados ropajes. Un funesto personaje papel carbón a lo largo de los siglos fue Lucio Cornelio Sila, quien se ha ido repitiendo con regularidad (con el color político de conveniencia).
De impecable linaje patricio, cuando en Roma eso contaba, su familia poseía solo modestos medios de fortuna. Pelirrojo de piel transparente y profundos ojos azules, atrajo miradas de ambos sexos, que él no rehuía. Simpático, frecuentaba libertos y de ellos recibió una muy buena educación clásica, gratis. Pero lo que más le distinguía era su fulgurante inteligencia y el que, como a mucho malvado, la diosa Fortuna nunca dejara de sonreírle.
El libertinaje retrasó la carrera militar y política de Sila, que no había logrado juntar lo indispensable para acreditar bienes de fortuna para curul en el Senado, donde pertenecía por abolengo. Todo indicaba que sus dotes se iban a malograr. Por algún parentesco, Mario, el gran Mario, siete veces cónsul, le dio la mano y lo llevó como cuestor –primer peldaño en el escalafón del cursus honorum de la política romana– a la guerra contra el rey Jugurta en África. Probarse en el ejército era indispensable para el avance político en Roma, cuya élite justificaba su existencia en la guerra. Sila traicionó a Mario.
De ahí en adelante, la carrera de Lucio Cornelio prosperó con algunos altibajos en el bando de los optimates, los aristócratas del senado, mientras iba dejando a amigos y enemigos destripados en el camino. Era un canalla, aunque valiente. Obtuvo la preciada corona gramínea por heroísmo extremo en el campo de batalla, durante la Guerra Social contra las ciudades aliadas de Italia, que pretendían con justicia la ciudadanía romana.
Sila sería el primero en profanar a Roma al comandar un ejército hasta dentro del Pomerium, su corazón cívico-religioso. Perverso antecedente para la República. Muerto su gran rival, y después de doblegar a Mirtríades, rey del Ponto, Sila exigió al senado en 81 a. C. que lo nombrara dictador, un cargo en desuso desde las Guerras Púnicas hacia más de un siglo. Su poder tenía que ser absoluto, para rehacer Roma con una nueva constitución. Preguntando que cuánto tiempo iba a permanecer como dictador, contestó sonriendo: “El tiempo que sea necesario”. La megalomanía lo atropellaba. Y procedió a reescribir las leyes y a colonizar todas las instituciones a su antojo y sin disenso durante dos años, mientras adelantaba las más espantosas purgas. El Tíber amanecía teñido de sangre, y en la mañana iniciaban las confiscaciones. Era un bellaco.
En el 79 a. C. Sila se cansó. Era inmensamente rico. Se fue a su fabulosa villa a orillas del mar a seguir gozando de las orgías que nunca había abandonado. Dos años después, lo mataron los excesos y un cáncer en el estómago, Roma pagó a un alto precio su perversidad.