Aun sumidos en el estiércol de una dialéctica inverosímil, el evento del próximo domingo no exime de reflexionar sobre política pública. Y como la consigna es el cambio, puede ser útil reexaminar eso de la apertura, con sus más y sus menos.
Cuando hacia 1988, comenzó a tomar alas una nueva política antiestatista, fueron más los aplausos que las voces disidentes, aunque las hubo. Los empresarios alabaron el que las decisiones las hiciera el mercado en vez del burócrata, como sucedía con el control de importaciones, el crédito de fomento, el control de cambio y tantas otras cortapisas. Un lastre gubernamental inoficioso que ahogaba el dinamismo de los negocios.
El aliento teórico de las reformas venía de lejos, desde David Ricardo casi dos siglos antes con su elegante demostración (no hay muchas más en economía) de que el comercio enriquece a las partes. Formulaciones más sofisticadas emanaban ahora de Chicago. El mundo desarrollado las compró, y los vencedores de la Guerra Fría las impusieron a muchos países para su propia conveniencia en materia de comercio internacional, tal como lo había hecho Inglaterra en tiempos de las enseñanzas de John Stuart Mill. Algunas naciones, sin embargo, olieron el chicharrón y adoptaron las recetas a su conveniencia. Colombia no tanto.
Las reformas, que implicaban un regreso sin matices al concepto de las ventajas comparativas, tomaron cuerpo. Casi al mismo tiempo surgieron quienes aprovecharon las oportunidades en el comercio internacional y la banca. Nobles oficios hasta cuando se transforman en lobby obstructor alejado de conveniencias nacionales. De su parte, el sector productivo, manufacturero y agrícola, sonrió también en los inicios porque le facilitaba la vida. Quién iba a controvertir, por ejemplo, la bondad de la privatización de los puertos que frenó el escandaloso robispicio que le costó la vida a José Raquel Mercado a manos del M19. Hoy se distinguen por estar entre los mejores de las Américas, mientras otros sufren sus ineficiencias.
En la división del trabajo, a Colombia al principio le correspondieron la coca y la marihuana, con el oro, banano y flores de siempre, complementados por fuertes ajustes en la tasa de cambio, hasta cuando surgieron Cusiana y Cupiagua al final de lo 90. Luego siguieron las reformas para facilitar la explotación de carbón y petróleo (se pasó del millón de barriles), las bonanzas de precios, y más coca. Sobrevinieron hasta perniciosos períodos de enfermedad holandesa, que en nada interferían con el gran comercio, pero sí con sufridos productores. Este estado de cosas, adobado por los TLC, valdría la pena repensarlo.
La España de don Sancho Jimeno, el adalid de Cartagena en 1697 cuando combatió a los franceses, padeció mucho de enfermedad holandesa, por cuenta de la plata de una América cuyo comercio le estaba estrictamente reservado. No se le permitía ni autosuplirse, salvo el pancoger. A España misma, en cambio, llegaban bienes de Europa y del mundo en una fiesta de libre comercio. Ni España, ni América se desarrollaron.