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Los cantos ocultos

Tengo una fascinación por los pájaros que cantan ocultos en los árboles. Si Dios existe y posee una voz, esa voz se expresa a través de estos animales. Si no es así, entonces Dios, como diría Cormac McCarthy, no ha hablado nunca. Cada madrugada, poco antes de sentarme a escribir frente al computador, me asomo a la ventana para escuchar los ruidos de la ciudad y siempre es grato advertir que entre el chirrido de las rejas, el silbato de los vigilantes y el susurro de escobas que se arrastran, sobresale la algarabía de los pájaros.

La mayoría se deja ver sin dificultades. Pechiamarillos que descansan sobre el cableado de los postes, pericos que se desprenden de la copa de los mangos. A veces baja desde lo alto del techo una pareja de gavilanes. Sin embargo, la presencia más hermosa y autoritaria la impone el pájaro que canta desde un sitio escondido. En vano intenta uno buscarlo en el paisaje. Allí donde suena es invisible. Hay días en los que he llegado a pensar que su cuerpo es solo música en una rama, canto sin ave. Y como no puedo precisarle un lugar fijo, cedo a la tentación de otorgarle un valor metafísico. Borges, en el ‘El milagro secreto’, cuenta que el sabio Maimónides afirmaba que son divinas las palabras de un sueño cuando no se puede ver quién las dice. Los misteriosos plumíferos de la madrugada parecen regirse por el mismo destino.

Así también lo han entendido algunos poetas y escritores, evangelizados como yo en esta extravagante religión que cruza el esoterismo con la ornitología. Después del asesinato de Abraham Lincoln, Walt Whitman escribió una elegía –‘La última vez que florecieron las lilas en el jardín’– en el que un pájaro escondido en los pantanos derrama su canto gris sobre la naturaleza, la melodía de una muerte sagrada. William Faulkner comienza su novela ‘Santuario’ con el canto de un pájaro oculto entre cipreses y árboles gomeros que presagia la muerte y alimenta la ausencia de sentido. Haruki Murakami es autor de un libro fenomenal cuya trama solo es superada por su propio título: ‘Crónica del pájaro que da cuerda al mundo’. El “pájaro-que-da-cuerda”, como lo llama el protagonista, gorjea, sin ser avistado, el mecanismo de la vida doméstica.

Con la esperanza con la que otros esperan el cielo –o el infierno–, yo me asomo a la ventana para atender a estos solistas furtivos que destacan en la bulla de la ciudad. No tengo que rezarles, ni suplicarles perdón, ni implorarles justicia ante las obscenidades y miserias de la vida. Con oírlos me basta. Si acaso les pediría que, antes de morir, permitan que mi canto, si lo hay, siga sonando como el suyo, huésped en el follaje de la nada.

*Escritor.

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