En contravía de las advertencias y riesgos siguió atendiendo pacientes con la misma dedicación de siempre, en desmedro de su vida personal. De lejos parecía valentía o una ceguera relativa ante el peligro. Sus cercanos sabían que su miedo provenía de su conocimiento de un nuevo virus potencialmente mortal, de la ignorancia global y del tsunami de las redes que desdibujaron la realidad.
Ahora, mientras su oxígeno disminuía peligrosamente, no tenía claro si la angustia era por la asfixia o por la abrumadora percepción de su gravedad. A regañadientes aceptó ponerse boca abajo. Durante horas se dejó engañar por las alentadoras palabras del equipo de salud. Pero, a la incertidumbre siguió la certeza de la cercana fatalidad. Sabía que había entrado en esa espiral descendente y por ello trataba inútilmente de negarse a la intubación. De mala gana se puso la desesperante máscara conectada al respirador. El chorro de aire trajo consigo la imagen futurista de su familia ante su perenne ausencia. La horrible máscara escondió el húmedo y salobre porvenir de la vida sin el que a raudales rodaba por sus mejillas. Quiso no saber, desconocer el presente y futuro. Pero le era imposible, la soledad agigantaba el tiempo para pensar en la cruda realidad. Aislado de todos, cual leproso, no sabía cuándo y cómo sería la postrera despedida. La angustiosa voz de la mujer de su vida suplicándole en el distante teléfono en altavoz que se dejara intubar lo obligó a aceptar. Ya no deseaba pensar, lo aceptó pensando en que en el mejor escenario no sufriría más mientras se recuperaba o abandonaría este mundo sin más angustia. Para sus hijos y familiares la despedida y el postrer recuerdo fue ese impensado momento saliendo de casa a las volandas mientras el virus se llevaba las décadas de vida que le tocaba vivir.
En pandemia los hospitales fueron campos de batalla en una guerra contra un virus potencialmente mortal, para el cual no había cura, y ante un mundo que no estaba preparado. Y allí, al frente de todo estuvieron trabajadores de la salud con un profundo sentido del deber para hacer lo correcto sobreponiéndose al miedo personal y al temor por la familia.
En contravía con su esencia de mortales cuidaron y defendieron a los demás. Así son los héroes. Es de esperar que la estatua, que en buena hora el Dr. Henry Vergara ha propuesto, se haga realidad como verdadero homenaje a todos esos varios cientos de trabajadores de la salud que se convirtieron en mártires.
Decía Miguel Ángel que “cada bloque de piedra tiene una estatua en su interior”. Igual, cada ser humano tiene una misión en su vida, ellos la descubrieron, vivieron y murieron por ella.
*Profesor Universidad de Cartagena.