Las mujeres se enamoraban de él, pero, displicente, las despreciaba sabiéndose merecedor de más. Una joven, Eco, de cuya boca salían las más bellas y sonoras palabras engañó a una diosa y recibió como castigo no emitir sonido diferente a repetir la última palabra de su interlocutor.
Según Ovidio, en su Metamorfosis, un vidente le había pronosticado, a la madre del presumido, que este tendría una larga vida, siempre y cuando no se conociera a sí mismo.
La pobre Eco se enamoró del joven y falleció por su desprecio. Némesis, en represalia hizo que el apuesto joven se inclinara sobre las cristalinas aguas de un estanque.
Al ver su imagen reflejada en el agua se enamoró de sí mismo, quedó atrapado en un castigo eterno y acabó suicidándose. En ese sitio nació la flor que hoy conocemos con su nombre, Narciso, el primer vanidoso. Vanidad es soberbia, arrogancia y presunción; infundada creencia en habilidades o atractivos propios. Ilusión perversa de una realidad inexistente. Una de las mejores descripciones se halla en “El progreso del peregrino”, emblemático libro que, hace casi 450 años y desde una óptica religiosa, describió la búsqueda ardua de la salvación; un largo camino en uno de cuyos recodos estaba la Feria de Vanidad, un paraje que sirvió de inspiración para que, dos siglos después, se publicara esa sátira caricatura de la sociedad británica titulada “La feria de las vanidades”. La vanidad es uno de esos espejos burlescos que deforma la verdad y que está diseñada con el cristal de nuestros deseos y nos devuelve la engañosa imagen que queremos ver para mantenernos en esa burbuja artificial lejana de la cruda realidad.
Pero la vanidad tiene una necesidad adicional, ser noticia, ser reconocida por los demás.
Un ejemplo es el mito de Tántalo, quien todo lo tenía, hasta la amistad y el favor de los dioses, pero eso no le bastaba, necesitaba, como muchos hoy en las redes sociales, que el mundo entero supiera de sus éxitos para ser feliz. Con las resultas que los dioses lo castigaron con el peor de los infiernos: sed, hambre y angustia permanentes.
Nuestra historia está plagada, hasta ahora, de políticos narcisistas que, como candidatos se creyeron más de lo que eran; ya electos hicieron actos de posesión rimbombantes con la novedosa noticia de una esperanza de cambio que solo fue más de lo mismo, el inane eco repetido de sus antecesores; y finalmente, en el ocaso de su mandato, se quedan viendo en el espejo de su ciega vanidad y dejándonos a todos en el peor de los infiernos.
El optimista de siempre espera, ahora sí, el cambio para mejorar y no un frívolo y vano intento más. Lo dice el refrán: “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”.
*Profesor Universidad de Cartagena.