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El viaje sin rumbo de Cartagena

Desde hace largo tiempo Cartagena y sus hijos andan en un angustioso viaje sin rumbo que parece no tener fin. Ante esa penosa correría que produce angustia y desesperanza, surge una pregunta: ¿Para dónde vamos? La respuesta podría ser desgarradora: ¡hacia el desastre total! La ciudad, como un barco que naufraga, hace agua por todos sus costados y pareciera su único destino el fondo insondable de la mar bravía.

La nave no ha encontrado un timonel comprometido y diestro que pueda sortear las vicisitudes de la gran tormenta, y la tripulación está tan agobiada y entumecida que tampoco responde a la gravedad de la difícil situación que enfrenta. Entonces, ¿debe esperarse un milagro que mueva la maltrecha embarcación hacia un puerto seguro?

Ese milagro no vendrá. Solo una acción firme, indeclinable, inteligente y soberana de los marineros del barco que navega como un fantasma a la deriva, hará posible el viraje salvador. No es hora de saltar por la borda, se requiere de fuerza, voluntad, sacrificio mancomunado para que la calafateada final sea exacta, no permita entrar más agua y se encuentre el rumbo extraviado.

El cabrestante de proa tiene que ser lo suficientemente fuerte para garantizar el equilibrio de las cargas. Se precisa hallar dentro de esa tripulación atribulada a un nuevo capitán que oriente el barco hacia un horizonte despejado, brindando seguridad y confianza aunque enfrente tormentas y miasmas diabólicas. Su misión será garantizar un destino diferente al mito que consume la nave en medio de un rito de perversa repetición.

Para ayudar a salvarla, la tripulación de la nave sin destino y a merced de los vientos no podrá seguir embriagada de espejismos. La línea de mando tampoco podrá seguir atada a su postura de engañosa autosuficiencia. La embarcación necesita hombres y mujeres dispuestos al sacrificio, capaces de echarse a un lado para que los más experimentados y audaces asuman su control y la saquen de las embravecidas olas que amenazan con destruirla sin remedio. Las apetecidas arcas deben ser defendidas con pulcritud. Sus custodios conocerían el escarnio y las fauces de los tiburones si se aventuran al pillaje.

Solo así se lograría buen viento y buena mar para esta nave sin horizontes, que requiere como nunca el soplo prodigioso de sus extenuados marinos para salvarse de encallar para siempre en el acantilado que acecha más allá de las olas que se estrellan sin descanso contra su maltrecho costillar.

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