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Antonio Nariño y los dinosaurios

En esta época es imposible guindar hamaca o recostar taburete y pestañar minúsculas siestas, sin que interrumpan súplicas de mendigos, balaceras, masacres criollas, rusas, gringas o palestinas; secuestros, extorsiones, fleteos, desfalcos con smoking y guantes de seda; plantones de maestros, desempleados y chanceros; estragos de la sequía o del invierno y, como si le faltara arsénico a la sopa, las declaraciones volcánicas de Mancuso.

Aferrados a la ‘Paz Total’ del presidente Gustavo Petro, ansiamos lograrla al conjuro de ‘abracadabra’ y que, de inmediato, bajen angelitos a sembrar semillas de prosperidad y sosiego, desconociendo que la genuina Paz comienza con nosotros mismos, fortalecida en la familia, extiende sus ramas a los anaqueles de la justicia, butacas del poder, factorías, sembrados lícitos, aulas y hasta el último rincón de los hogares más humildes.

Como en la época del Tiranosaurio Rex, violento e insensato, extinguido hace 700 millones de años por un asteroide impactado en Chicxulub, Península de Yucatán (México), nos acostumbramos a deambular, sin brújula ni ley, por los senderos minados de nuestra fallida democracia.

Líderes agresivos y violentos, heredados del temido dinosaurio, se disputan el poder, vestidos de saco y corbata, o camuflados, pisoteando los Derechos Humanos promulgados hace 229 años (1793-1794), cuando don Antonio Nariño (Bogotá, abril 9 de 1765 - Villa de Leyva, diciembre 13 de 1823) tradujo el texto de la Asamblea Nacional de Francia (agosto de 1789), consagrando los ‘Derechos del Hombre y del Ciudadano’, considerada la conquista más importante de la humanidad en toda su historia. Para nosotros, lastimosamente, aún es letra muerta y no condición indispensable para edificar sociedades legítimas y equilibradas que respeten la vida, la integridad personal, libertad e igualdad de hombres y mujeres, sin distingo ni perendengues.

Semejante osadía le valió la cárcel a Nariño y, desde entonces, sus fieles y aguerridos seguidores permanecen marginados, exiliados, desaparecidos o masacrados por modernos e implacables dinosaurios humanos que devoran, sin piedad ni castigo, el pan de millones de niños, saquean pupitres, despojan a Juan y a Juana de sus territorios sagrados; ordeñan, sin escrúpulos, clínicas, hospitales, descuartizando derechos laborales y bolsillos de los ‘Guerreros de Bata Blanca’.

Tiranos agazapados que, generación tras generación, contaminan el agua y el viento, prostituyen nuestros niños, incautan azadones, promueven ejércitos de manos campesinas que luego cargan la cruz ajena de su desgracia.

Los Tiranosaurios del Jurásico, como los modernos, ignoran que sus días están contados: el poder descomunal de la palabra honesta y solidaria abrirá caminos de paz y reconciliación, convencidos de que “La guerra vuelve estúpidos a los vencedores y rencorosos a los vencidos”, (Friedrich Nietzsche); que “Jamás hubo una buena guerra y una mala paz”, (Benjamín Franklin); pero eso sí, evitando caer en las redes de los diálogos infinitos y estériles del ‘Gallo Capón’.

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