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Anagnórisis del COVID

Hace unos 5 millones de años bajamos de los árboles para continuar una lenta y evolutiva transformación que nos trajo hasta hoy y nos llevará quién sabe a dónde. En el camino pasamos por todo: tragedias, comedias y las dos a la vez. Para los griegos la vida era el teatro y el teatro era la vida. La mayor desgracia de Edipo, asesino de su padre y marido de su madre, no se sabe si fue haber sabido siempre su trágico destino, haber luchado inútilmente contra él o haberse enterado que todo lo que hizo solo sirvió para cumplir la funesta profecía.

Hace más de 2.300 años, en el capítulo VI de su Poética, para poder entender la tragedia griega, Aristóteles acuñó el término. Anagnórisis es revelación, reconocimiento; es un recurso narrativo consistente en descubrir la identidad, las características, la esencia de un personaje en un momento dado. La revelación cambia todo. Anagnórisis es un punto de inflexión dramático. Allí radica la genialidad del autor, y en ello Sófocles era un maestro, en que se presenta sin avisar. El observador desprevenido se maravilla de la genialidad del poeta que mantiene el suspenso y esconde la resolución para mostrarla magistralmente, de manera súbita, a pesar de que desde el principio se adivina. La genialidad radica en cómo se revela toda la desgracia. Ejemplo clásico nos lo da nuestro nobel en “crónica de una muerte anunciada”. Es un momento crucial, que genera todas las emociones que del ser humano han sido.

Algo así está pasando. Milenios de evolución sepultados por una insignificante y microscópica partícula que trastocó todo: libertad, indumentaria, costumbres, etc. El personaje descubrió su identidad y cambió la historia. Y, sin embargo, no aprendimos, se nos dijo, se nos advirtió, pero aquí estamos otra vez: toque de queda, más restricciones, más pacientes, más fallecidos y la tragedia campea: el abuelo deprimido por el inútil secuestro al que fue sometido; el nieto viviendo impunemente con su supuesta inmunidad sin cumplir las recomendaciones y en desmedro de todos, los contagia; y mientras el padre lucha en vano con una máquina que le introduce oxígeno en la sangre, la abuela yace insepulta olvidada, madre y tía en UCI, atravesadas por tubos y apartadas de todos, cual leprosas y el personal sanitario en el ojo del huracán.

Ahora el joven rumia su destino; su único castigo será la silenciosa mirada del abuelo sobreviviente que lo declarará culpable eternamente en tanto su consciencia inventa excusas para seguir viviendo consigo mismo. En la epopeya del individualismo treparíamos nuevamente a los árboles. Nietzsche lo decía: “Los monos son demasiado buenos para que el hombre pueda descender de ellos”.

*Profesor Universidad de Cartagena.

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