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México triste: El llano en llamas de Juan Rulfo

Al igual que su obra más famosa, Pedro Páramo (1955), esta antología reúne un grupo de historias sobre los años de la Revolución Mexicana y la Guerra Cristera.

“Es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza”, dice el narrador del cuento “Luvina” mientras describe al pueblo epónimo. Esa misma descripción podría aplicar a todos los cuentos de El llano en llamas (1953). A lo largo de ellos sólo hay desolación en todas sus formas: pobreza, asesinatos, masacres, injusticias, violaciones, engaños, traiciones y desastres naturales.

No podría ser un compendio más lastimero. Los paisajes son inhospitalarios (“Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí”), la crueldad pareciera el estado natural de la gente (“Y le hubiera roto el hocico si no hubiera surgido por allí el patrón don Justo, que me dio de patadas a mí para que me calmara”), la inseguridad reina (“Siempre fue así el miedo que traían los difuntos Torricos cada vez que regresaban a la Cuesta de las Comadres”), el Estado es inútil (“¿Dices que el gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces al gobierno?”) y pareciera que nadie está a salvo de una muerte violenta (“Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?”).

Así retrataba Juan Rulfo (16 de mayo, 1917 – 7 de enero, 1986) al México que le tocó vivir de niño, al país que había quedado luego de la Revolución de 1911, la llamada Revolución Mexicana. Fue un período convulso, complejo y largo (1911 hasta, según algunos, 1940), que empezó como una iniciativa más que justificada para sacar al dictador Porfirio Díaz Mori del poder, lo que se concretó durante el mismo 1911. Le puede interesar: Juan Rulfo, un escritor genial que es la estrella de la FILBO 2023.

Francisco “Pancho” Villa y su ejército.
Francisco “Pancho” Villa y su ejército.

Los años revolucionarios

Díaz había traído la modernidad industrial a costa de sumir a la inmensa mayoría del país en la pobreza y de concentrar la riqueza de México en una reducida clase alta. Se esperaba que, con su salida y la llegada de Francisco Ygnacio Madero al poder, todo mejoraría, pero los conflictos y las desigualdades no cesaron. Lo que empezó con el deseo de instalar un régimen que ayudara a las masas desfavorecidas acabó transformado en una guerra entre caudillos como Francisco “Pancho” Villa y Venustiano Carranza, que estaban más preocupados por sus rencillas e intereses políticos que por el bien del campesinado o la redistribución equitativa de la tierra.

A esa larga contienda hay que agregarle la Guerra Cristera (1926 – 1929), que se dio a partir de la Ley Calles, medida que aumentaba el control del Estado sobre la Iglesia Católica y fue expedida por durante el gobierno de Plutarco Elías Calles (1924 – 1928). Los opositores se alzaron en armas, dando lugar a una de las guerras civiles más crudas del siglo XX en México.

Rulfo, que fue cuentista, novelista y fotógrafo y nació en Apulco, estado de Jalisco, describía aquella época de esta forma: “Viví en una zona de devastación. No sólo de devastación humana, sino de devastación geográfica. Nunca encontré ni he encontrado hasta la fecha, la lógica de todo eso. No se puede atribuir a la Revolución. Fue más bien una cosa atávica, una cosa de destino, una cosa ilógica”.

Y en cuanto a la Guerra Cristera: “En ésta los hombres combatieron unos en contra de otros sin tener fe en la causa que estaban peleando. Creían combatir por su fe, por una causa santa, pero en realidad, si se mirara con cuidado cuál era la base de su lucha, se encontraría uno que esos hombres eran los más carentes de cristianismo”.

El sinsentido y las contradicciones que Rulfo veía en el desarrollo de aquel proceso quedaron registrados, de manera irónica, en boca de uno de los personajes del cuento que le da su nombre a la antología que ahora nos ocupa: “Esta revolución la vamos a hacer con el dinero de los ricos. Ellos pagarán las armas y los gastos que cueste esta revolución que estamos haciendo. Y aunque no tenemos por ahorita ninguna bandera por qué pelear, debemos apurarnos a amontonar dinero, para que cuando vengan las tropas del gobierno vean que somos poderosos”.

Juan Rulfo, autor de El llano en llamas, Pedro Páramo y El gallo de oro.
Juan Rulfo, autor de El llano en llamas, Pedro Páramo y El gallo de oro.

La antología

El llano en llamas fue publicado el mes septiembre de 1953 por el Fondo de Cultura Económica y consta de 17 cuentos, uno de los cuales había sido publicado anteriormente en la revista Pan (en 1945) y otros cinco en la revista América (entre 1946 y 1951). Muchos de sus protagonistas son campesinos o artesanos pobres, algunos más son niños, y varios de ellos se vuelven bandoleros. Se trata de gente desamparada no conoce otra cosa que la necesidad y la violencia, azotada como está por el hambre, la tierra infértil y los intereses de los latifundistas.

Sobre aquello, Rulfo notaba en 1966 que las revoluciones habían encendido los ánimos que subyacían a en muchos pueblos del país, propiciando la formación de pequeños ejércitos por parte de los terratenientes y políticos locales, de tal manera que tras un lugareño de rostro amable podía “haber muchos crímenes. Entonces uno no sabe con quién está tratando, si con el pistolero de algún cacique o con un simple campesino de cualquier parte”.

Naturalmente, aquello creaba otros conflictos entre los pobladores y desestabilizaba el tejido social. Ese precario estado estado de cosas es lo que se puede apreciar particularmente en cuentos como “El llano en llamas”, “La cuesta de las comadres”, “¡Diles que no me maten!”, “El hombre”, “En la madrugada” y “La noche que lo dejaron solo”.

Aunque no toda la antología se relaciona directamente con la violencia armada de las revoluciones, el delicado estado de México y sus habitantes no deja de ser el tema focal. “Nos han dado la tierra”, “El día del derrumbe” y “Luvina” abordan el abandono del Estado y la hipocresía de los políticos; “Talpa”, “No oyes ladrar los perros”, y “La herencia de Matilde Arcángel” se centran en la desintegración de los vínculos familiares; “Es que somos muy pobres”, “Paso del Norte”, “Acuérdate” y “Macario”, en la desesperación en que viven los que poco o nada tienen. Solo “Anacleto Morones” se aleja un poco de este tono lúgubre gracias a su abundante humor negro, pero sigue siendo la historia de un embaucador y un asesinato. Puede leer: Escritores que no van a ninguna feria.

Estética

El estilo usado por Rulfo es parco y directo. Trabajó años para liberarse del “lenguaje retórico, un poco ampuloso”, hasta llegar a escribir de “de una forma más simple, con personajes más sencillos”. En ocasiones se asoman algunos regionalismos de México y de Jalisco en particular, pero esto es poco frecuente en comparación con lo que haría en El gallo de oro (escrita entre 1956 y 1958).

Abundan los relatos y las intervenciones en primera persona, así como los giros lingüísticos propios de la oralidad y los pasajes que se amoldan para adoptar la perspectiva melancólica que aqueja a los personajes. Varios de los cuentos son recuerdos distantes, lo cual permite dejar claro que los tiempos no han cambiado y todo sigue empeorando. En la mayoría, nos informan desde el comienzo que las cosas acabarán mal: no son textos cuyo principal atractivo recaiga en el suspenso y en sus historias per se (con la excepción de “Anacleto morones”), sino en su lograda atmósfera.

En ese sentido, este fragmento de “La cuesta de las comadres” es probablemente uno de los más paradigmáticos de la obra:

-A Remigio Torrico yo lo maté. Ya para entonces quedaba poca gente entre los ranchos. Primero se habían ido de uno en uno, pero los últimos casi se fueron en manada. Ganaron y se fueron, aprovechando la llegada de las heladas. En años pasados llegaron las heladas y acabaron con las siembras en una sola noche. Y este año también. Por eso se fueron. Creyeron seguramente que el año siguiente sería lo mismo y parece que ya no se sintieron con ganas de seguir soportando las calamidades del tiempo todos los años y la calamidad de los Torricos todo el tiempo. Así que, cuando yo maté a Remigio Torrico, ya estaban bien vacías de gente la Cuesta de las Comadres y las lomas de los alrededores.

Si algo llama la atención en estos cuentos (y en Pedro Páramo) es la naturalidad con que los personajes conviven con la muerte. No me refiero a los lugares comunes en torno a celebraciones como El Día de los Muertos, sino al hecho de en el México que representa Juan Rulfo, existir es tan pesado y trabajoso que la muerte se ha vuelto consabida, sumiendo a todos en una desgana generalizada. Es el retrato de una sociedad profundamente deprimida, donde la vida de los otros no vale nada y matar es un acto más.

Nuevamente, las palabras del narrador de “Luvina” aplican para el tenor general de la colección: “Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una esperanza”.

Jinete cayendo. Fotografía tomada por Juan Rulfo.
Jinete cayendo. Fotografía tomada por Juan Rulfo.

Un ejemplo

Cierro este texto con una apreciación del que, a mi parecer, es uno de los cuentos más destacables de El llano en llamas: “No oyes ladrar los perros”. En sí, no es una historia donde ocurra mucho: un padre lleva a su hijo Ignacio, que es bandolero, sobre los hombros, pero el modo en que lo carga no le permite observar ni oír bien las señales de que están cerca de Tonaya, el pueblo donde encontrarán un médico. A lo largo del relato, el padre alterna entre preguntarle a su hijo si logra percibir algún ladrido y recriminarle sus crímenes. Al final, llegan a Tonaya, el padre escucha ladridos por todos lados y se decepciona una vez más porque su hijo no fue capaz de ayudar “ni siquiera con esa esperanza”.

Como dije, no ocurren muchas cosas. Lo que le da al cuento su estructura y razón de ser es el padre, que pasa poco a poco de la hacer preguntas y pedir indicaciones a extenderse en monólogos profundamente indignados. Bien podría dejar a su hijo morir, y es claro que preferiría que él estuviera ya muerto, pero el recuerdo de su esposa, que siempre se preocupó por el muchacho a pesar de todo, no se lo permite.

Es una de los pocas ocasiones que en la obra de Juan Rulfo no hay sentimientos guardados ni violencia indiferente, sino una compasión vicaria (la de la madre a través de la acción del padre) mezclada con rabia a flor de piel (lo que el padre siente en realidad). El resultado es uno de los cuentos más emocionalmente directos y crudos de Juan Rulfo, junto con uno de sus pasajes más logrados:

-Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo”.

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