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Diciembre viene con la brisa

La sugerencia que siempre le digo a mi familia es que desafíe la paciencia de Job y no pierda jamás el sentido de la gratitud y la felicidad, muy a pesar de la tormenta.

Como si hubiéramos despertado de una pesadilla, nos quedamos dormidos en la peste de marzo y abrimos los ojos en las últimas luces de noviembre que anuncian diciembre.

Pero, ¿cómo recibir diciembre y dejarse atrapar por el viento, con tantas ausencias? Aún mi amigo Diego Garcés, que salió a fotografiar a Cartagena en la soledad de la pandemia, aún no ha despertado. Ya nunca despertará. Al igual que él, muchos no han podido despertar o están saliendo de la pesadilla del COVID-19, que aún sigue devastando a la ciudad, al país y al mundo. Busco para este tiempo una canción que me consuela: Las brisas de diciembre, de Rufo Garrido, y la música de Las cuatro fiestas, con esa voz inconfundible e inolvidable de Nuris Borrás, que nos lleva al olor de los diciembres de infancia. (Lea también: Diego Garcés, el cazador del rayo verde)

Si salimos vivos de esta prueba, démonos por bien servidos, le he dicho a un amigo que tenía años sin ver. Con el título de esta crónica evoco la bella novela de la barranquillera Marvel Moreno, En diciembre llegaban las brisas, que sigue siendo una de las más grandes narradoras que ha dado el Caribe colombiano. Sin duda, leer ha sido el gran consuelo en este año tan extraño y dramático, el año de la peste, los huracanes, las masacres y el colapso financiero. Pero más terrible que todas las pestes y los huracanes, sin duda, ha sido el huracán de la corrupción, que deja un reguero de muertos. Como bien lo dijo un vecino de Providencia, el huracán pasó una noche y una madrugada y dejó sin techo a sus habitantes, pero la corrupción ha sido más implacable que el huracán porque lo ha sido a lo largo del tiempo. Despojos a los derechos civiles y humanos, despojos al mar y la tierra. Desolación inmisericorde.

Diciembre llega con la brisa, es cierto, pero viene cargado con el peso abrumador de las ausencias y las esperanzas postergadas. Año extraño y trágico para la historia de la humanidad. Tan perverso este año que los vendedores de loterías se han negado a vender el número 2020, me dice con humor Kike Muñoz.

No he visto a Yola, mi madre, en todo este tiempo en que empezó la pandemia. Y ella ora bajo la luz de estos días aciagos, al igual que mi hermana Margit, por todos los desamparados del planeta. Ella está confinada en su apartamento con mi hermano mejor, en Barranquilla, y cada día conversamos y nos damos aliento.

Diciembre llega con la ilusión del pronto reencuentro y el deseo elemental de compartir el pastel de la nostalgia. Ese bijao que le da un sabor especial al arroz, al pollo y al cerdo, y a las verduras. Es una bendición si en este diciembre podemos compartir un pastel. Ese pastel escamoteado por los dramas de nuestro tiempo. Su olor cruza más de medio siglo de memorias, entre el Sinú, Cartagena y Barranquilla. Y la mano de mamá corta con certera precisión con la punta del cuchillo la vena casi invisible de la hoja de bijao. Y de esa vena sale un matiz de olor que perfuma el arroz y corona la sazón del pastel. Los emisarios celestes lo permitan y el dios de las pequeñas cosas lo escriba en sus designios.

Leer, escribir y pintar me han ayudado a resistir la peste y los huracanes. Siempre tengo dos y tres o más libros al tiempo, y una de mis grandes aventuras fue releer El Quijote en esta pandemia para redescubrir un alfabeto que aún pervive entre nosotros más de cinco después, y ya acabo de leer una novela que me ha detenido el aliento durante muchas semanas: Como polvo en el viento, del cubano Leonardo Padura: 669 páginas que he devorado con la ansiedad de un náufrago. Sin duda, creo que es una de las novelas cumbres de Padura y muy pronto espero entrevistarlo y referirme a los prodigios de su arte de contar el drama de la diáspora cubana en el mundo. Una novela conmovedora.

Y, a propósito de mi madre, que cumplió 85 años en este trece de julio, y el milagro tecnológico, el control remoto y la ubicuidad me permitieron que le llegara su desayuno sorpresa con globos transparentes y susurros de corazón, ella conserva de sus abuelos, como un tesoro de los ancestros, ese trozo de madera, el arará para los golpes de toda la tribu. Ese arará de la familia se ha desgastado con las caídas y las rodillas peladas de más de cinco generaciones. Y reaparece en las caídas de los nietos y bisnietos.

Diciembre viene con las palabras de mamá, que siempre tiene un árbol iluminado o una estrella dorada para recordar que ha llegado el último mes. Ahora es su bisnieta Momoka, o Flor de Melocotón, la que busca en el bosque lastimado de Cartagena el esqueleto de un arbolito para nevarlo con pintura y llenarlo de estrellas de papeles de colores.

Todo es extraño para nosotros en estos días, como si intentáramos despertar de esta larga pesadilla que se ha ensañado con la humanidad, como peste, huracán y otras trompetas del apocalipsis.

La sugerencia que le digo a mi familia es que desafíe la paciencia de Job y no pierda jamás el sentido de la gratitud y la felicidad, pese a la tormenta.
Epílogo

Mientras intento deslizar azules aguamarinas y turquesas en un lienzo descomunal que estoy pintando, tan descomunal como mis tristezas y mis alegrías, floto en esos colores que me devuelven como un bálsamo la secreta gracia del encantamiento ante la vida.

Es que mientras escribía esta crónica, al final del atardecer del martes 24 de noviembre, cerraba sus ojos para siempre mi amigo Diego Garcés. La noticia me llegó al amanecer del miércoles como un baldado de agua helada de perplejidad y dolor, en este rosario de ausencias cercanas a mi corazón.

¿El arará también sanará esos golpes del alma?

Abro la ventana y entra el viento y la luz radiante de diciembre con pájaros y la liviana compañía de dos gatos que me ronronean como preguntando qué le está pasando al aire que baja de los árboles. Es que viene diciembre.

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