Pacho Fernández Bustamante: en tu memoria escribo.


Mayron Ledesma me dio una trompada firme y seca en todo el pómulo izquierdo de mi regordeta cara. Estábamos en tercero de bachillerato en el Colegio Fernández Baena y corrían los días del año de 1983. Fue mi culpa. Una verdadera maricada adolescente. Recuerdo bien aquella mañana, ya iban a ser las once y advertí por la ventana del salón que Pacho, que fungía las veces de prefecto de disciplina, tocó la campana. Estalló el maravilloso bullicio del recreo. En aquel instante de libertad, apareció un doloroso juego de moda. Estaba quieto, como siempre, recostado en una columna, cuando un compañero, quien sabe quién, me golpeó el costado del muslo con un rodillazo. Sobrevino el calambre, y también la risotada, mientras me partía de dolor. Todos estaban en eso. Y, ardido, divisé que Mayron se estaba comiendo un boli.

 

Mayron y yo siempre nos llevamos bien. De manera que cuando reaccionó, lo hizo, no solo con vigor, pues, era amante del deporte, sino con cara de extrañeza y desconcierto. En el momento del puñetazo sentí como si le hubieran quitado la banda sonora a la película. Y, además, todo se tornó en cámara lenta. Por un acto de caridad de Luis Guillermo Julio Torres, que agradeceré toda la vida, me tomó del brazo y me llevó donde Pacho. Sentí terror. No alcanzamos a entrar a su oficina. Pacho me detuvo y examinó mi cara. Se puso debajo del sobaco la regla de ochenta centímetros y estiró el labio inferior hacia un lado. Recordé que Pacho tenía algo ver con la promoción del boxeo profesional en Cartagena. Fue cuando, también, me di cuenta que me examinaba, cual juez del pugilismo. “Vete para tu casa”. Y sus palabras fueron de alivio.

 

La vida es como es. Y por cosas de la vida, aquel año de la trompada de Mayron, desapareció el mítico colegio del barrio El Bosque, que bien merece que alguien escriba su historia (que es la historia de varias generaciones de estudiantes) y que comienza desde la década de los años treinta del siglo XX.

 

Dicho esto, tuve una experiencia calamitosa. Hay personas de mi círculo familiar que dicen que exagero, pero, la verdad, es que el inesperado cambio de colegio, fue eso: un shock casi insuperable. De entrada, ir todos los días del barrio El Bosque hasta el centro histórico, cuando el Fernández nos quedaba a la vuelta de la esquina. Y peor, era un colegio de doble jornada: de 7 de la mañana hasta las 12 del medio día; y, de 2 de la tarde hasta las 5. Todo me daba vueltas y el cuarto de bachillerato lo gané, entre otras cosas, porque me convertí en un machetero experto; en especial, en matemáticas: no entendí nada.

 

Y lo lamento, tanto; es decir, no poder entender las matemáticas, porque me parecían fascinantes, pero, sentía una arrogancia injusta, un pinche aire de superioridad y de desprecio en esa atmósfera escolar tan extraña. Tan diferente a mi colegio anterior. En tercero de bachillerato me encantaba el olor del libro de álgebra de Baldor y me volví una cuchilla. Las tardes de estudio y repaso con Víctor Castro son inolvidables, porque además de ser un juicioso estudiante, su casa era una pequeña embajada de Bocachica y la isla de Tierra Bomba en Cartagena. En cambio, lo mejor de aquel colegio calamitoso, era la jornada por la tarde. Me hacía la leva dos o tres veces por se mana y me metía en los cines del centro, La Matuna y Getsemaní. No todo es malo en la vida. Eso sí, perdí el quinto de bachillerato con gusto. El año era salvable, hasta cuando me enteré que Pacho Fernández abriría de nuevo el colegio, tanta fue la alegría, que desistí del estudio, y con la mano en la cintura, esperé perder el año mientras veía películas, muchas películas en los cines ya mencionados.

 

Repetir el quinto fue regresar al paraíso. El reencuentro con los antiguos compañeros es uno de los sentimientos más esperanzadores que abrigo en mi corazón. Después del naufragio del viejo colegio, Pacho dio una lucha a brazo partido y logró rescatarnos. Fue un renacimiento, tal cual. En el viejo colegio había rigor y libertad de pensar y sentir, como lo aprendí de aquellos maestros en los años setenta y ochenta: Vargas Prins, Miguel Luna, Alfonso Luján, Alberto Sierra Velázquez, Enrique Muñoz Velez, Edgar Gutiérrez Sierra, Rafael Rosales Padilla entre tantos otros que ya se borran de mi memoria. El nuevo colegio se bautizó como Fernández Bustamante, los apellidos de Pacho.

 

Formé parte de los rescatados de Pacho en 1985. El nuevo Fernández quedaba en el centro histórico en la calle de Santa Teresa, casi esquina con la calle Baloco y la jornada era continua. Ese mismo año se filmó la película “La Misión” con Robert De Niro. De manera que cuando salíamos del colegio, me topaba con todo el set de filmación. Y una de las memorias que más disfruto es cuando me quedaba, sin almorzar, para ver la actuación de Robert De Niro en las calles, plazas y baluartes de aquella ciudad que fue y que se fue.

 

Ahora me engaña la memoria. Por más que me esfuerzo no puedo distinguir si fue en el viejo o en el nuevo Fernández, pero, el hecho fue que Pacho castigó a todo el curso, otra vez por una tontería. No recuerdo a quién le faltaron el respeto, y en qué circunstancias, pero, con su voz pausada y de contrabajo, en medio del silencio más solemne, Pacho recordó conversaciones con su papá y nos compartió experiencias de muchacho y de estudiante. Era todo un discurso de transferencia de generación a generación; hasta que esa tarde de castigo, soltó esta sencilla y humilde frase que me acompaña hasta hoy: “Al primero no le quitan el puesto”. Acto seguido explicó el cruel, agónico y áspero mundo del boxeo, donde hay de todo: lo justo y lo injusto; de manera que, en la dura competencia de la vida, cada quien debe asegurarse de llegar primero. “A lo mejor si llegas de segundo, de cuarto o quinto lugar, queda la duda. Pero, al que llega de primero es muy difícil quitarle el puesto. Asegúrense de eso” Sentenció Pacho.  

Querido Pacho Fernández Bustamante hoy en tu memoria escribo, que es la memoria mía, y también, la memoria varias generaciones de jóvenes en Cartagena y en la costa Caribe colombiana. Nunca olvidaré el bálsamo de tus palabras, cuando por caridad, me regresaste a casa. La trompada de Mayron todavía me duele.  

 

 

 

 

 


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