Eduardo Herrán, reportero gráfico de El Universal

La diferencia de llamarse Herrán


“Las fotos más feas que tengo, me las has tomado tú”, decía la señora Araceli Garavito cuando Herrán, su hijo, le mostraba las imágenes acabadas de imprimir en donde aparecía ella recién levantada, dándole forma a las arepas del desayuno, mientras un haz de luz natural, que se colaba por las rendijas de la cocina, le creaba una aureola alrededor de su cabellera despeinada.

No eran fotos feas. Eran las imágenes diferentes que Herrán siempre quiso encontrar desde que decidió que la fotografía sería su providencia y su manera de convertirse en el poeta que no tendría entre sus manos un bolígrafo de tinta verde como el de Neruda, pero sí todos los colores del espectro universal para decir la vida como mejor le fuera posible.

Antes de conocerlo, alguien muy cercano me habló de Herrán como el fotógrafo preciso para sacarle a los personajes que adornan las entrevistas ese yo escondido, esa expresión amarrada que pocos muestran, pero que al fulgor de una pregunta pueden desatarla ante la cámara que terminará por congelárselas para siempre.

Y en efecto, tuve la fortuna de mirar de cerca cómo era que Herrán sacaba imágenes de lo imposible. Cómo hacía que el escenario más insulso, en donde un pianista se vanagloriaba de su discutible talento, terminara convertido en una serie de imágenes que hubiesen inflamado de envidia a Bach o a Beethoven, de haber conocido a Herrán y su cámara.

Desde entonces, mi estrategia más sensata era escribir los textos, luego mostrárselos y sentarme a esperar las ilustraciones que siempre resultaban superiores a las historias que se me ocurrían. Así la del trompetista de la Plaza de la Aduana. Así las del niño vendedor de tubitos de fabricar burbujas en la calle del Tablón. Así las negritas y las casas de madera del barrio Nariño. Así el barrio Ternera luchando con su presente y su pasado rural-citadino. Así Juan Carlos Coronel sonriendo entre velones encendidos en la plaza Santodomingo. Así Viviano Torres encaramado en el techo de su casa, como si fuera el rey de las lomas pobres que miran hacia el Caribe triste que nos toca a nosotros los cartageneros. En fin, así era Herrán, diferente.

A veces se me ocurre que las cosas y las personas no estaban en su sitio; o que los eventos nunca se producían en realidad. Era Herrán el que los ubicaba o los inventaba con la solidez de su lente, con esas obturaciones impredecibles que lo hacían ejecutar las piruetas propias del artista que sabe que debe seguir los impulsos de su corazón, so pena de perder para siempre esa entelequia un poco inalcanzable.

Así las fotos judiciales. Los rostros de los delincuentes más temibles quedaban impresos en todo su esplendor cuando Herrán les disparaba sin miedo, regañándolos para que se organizaran con el fin de que salieran bien en la gráfica, como si se tratara de una sesión de imágenes faranduleras. De todos modos, aquel ladronzuelo terminaba luciendo bien y cargando en sus dos manos las gallinas o la caja de cervezas que se robó en la cantina o en el patio de su vecino. Era que Herrán también les daba su porte.

Pero los velorios de las zonas paupérrimas de Cartagena, en donde se velaban cuerpos de pandilleros acribillados a balazos por la policía o acuchillados por sus adversarios, también eran una muestra suficientemente representativa de lo que Herrán podía hacer para que las páginas judiciales de igual forma lucieran elegantes, como si se tratara de las más importantes del diario. Y no se necesitaba que pusiera su nombre debajo de la foto para que se adivinara quién era el autor.

Es que tenía su sello personal: una sensibilidad y un ojo previsor que le permitían —sin tantos equipos ni tantas luces— capturar los mejores paisajes, sorprender a un político durmiéndose en una sesión del Concejo, desembrollar la belleza secreta de las mujeres mal sentadas, dar testimonio de la ternura escondida en el rostro mugriento de una niña de la ciénaga de la Virgen o pronosticar la fiereza del invierno solo con disparar su flash en contra del estrato que se avecinaba oscuro y denso sobre el cielo de La Tenaza.

Más de una vez conversamos acerca de la posibilidad de editar un libro con sus imágenes más impactantes, las cuales irían acompañadas de pequeños textos, aunque las fotos de Herrán no necesitaban explicaciones, ya que siempre asfixiaban el poder de la letra. Otro libro sería una colección de imágenes de la ciudad amurallada bajo la luz de las 5:30 de la tarde. Y un tercer volumen hablaría sobre los niños de la miseria cartagenera. Pero todo se quedó en sueños y conversaciones.

La última vez que hablamos me comentó que en varios de sus sueños nocturnos se veía disparando la cámara y editando esos tres proyectos que no pudieron traspasar el deseo. En uno de esos sueños, una señora que nunca había visto en su vida y que se tapaba el rostro con un paraguas negro e inmenso le dijo, dándole una palmadita en el hombro, “quédate tranquilo que todo está bien”.

Él lo interpretó como que pronto regresaría a la calle, con su cámara al hombre y sus tomaduras de pelo en la punta de la lengua. Por eso empezó a organizar otro sueño que consistiría en materializar un libro de imágenes caricaturescas que tomaría entre la gente del común, tal vez entre la gente menesterosa que tanto le fascinaba fotografiar.

Pero la señora del sueño tenía razón: todo estaba bien. Bien que Herrán hubiera creado ese montón de imágenes durante más de veinte años para que no nos alcanzara la vida, si es que queríamos seguir hablando de él. Bien que hubiese tejido un universo de afecto alrededor de las personas más cercanas. Bien que hubiera cumplido la misión de amar a Cartagena y sin dejar de querer a su Villavicencio natal. Bien que nos hubiera dejado solos sin saber qué hacer para rellenar su ausencia. Bien que haya lágrimas merodeando, tratando de doblegarnos cada vez que hablamos de usted, maestro...


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