La mujer y su alta representación en la creación de Dios


 

Este artículo es producto de una serie de indagaciones y reflexiones que realicé conjuntamente con el doctor José Vicente Arias Rincón.

 

El hombre, la mujer y Dios son una triada energética que constituye un átomo único y sagrado. El hombre es el protón (polaridad positiva +), la mujer es el electrón (polaridad negativa  –) y Dios es el neutrón. En la cercanía de Dios está el hombre, que se refugia en Él, la mujer es quien hace que el hombre explore y salga afuera, a los confines de los territorios de la creación de Dios. Dios está en su núcleo y a la vez en todas partes, Él lo decidió así con el entrelazamiento de partículas que lo hacen ubicuo. Así tiene claridad y dominio sobre todas las coordenadas de su espacio cósmico infinito. Entonces, la mujer es la gran exploradora e incita al hombre a conocer el reino de Dios, su mundo espiritual. Y allí él lucha y se enfrenta con lo desconocido y se hace fuerte.

Si Dios proyectó su imagen y semejanza en el hombre, imagen prototipo de la masculinidad, la mujer es el producto más divino, bello y acendrado de su creación. Es esplendor absoluto, lo interior sacado de sí y plasmado en lo exterior. Ella debe tomar conciencia de su excelsitud y de su papel en el universo de semidiosa, y de la forma más sutil, –esencia de su constitución, de su ser– debe jalonar nuevamente al hombre y llevarlo de vuelta a Dios, porque ella siempre es más espiritual y debe devolverlo a ese mundo, porque ahora el hombre está totalmente extraviado y sumido en el materialismo más crudo y rampante, y ha deformado la realidad en el reino de Dios.

El hombre es imperfección y la mujer es quien lo conduce a buscar la perfección. Por eso el gran don de la mujer es el amor, que guía hacia lo divino.

El equilibrio y armonía amorosa entre hombre y mujer estaba definido para producir sociedades más acendradas. Es decir, la relación entre ellos no es sólo sexo, y el acto sexual va más allá de procrear y traer hijos por traerlos. Hombre y mujer tienen el propósito de producir seres de luz, y por lo tanto, sociedades de luz.

El hombre, desde su creación, es a imagen y semejanza de Dios, en él estaba su eterno femenino, como lo estaba en Dios. Pero el Padre Celestial separó al hombre y la mujer para que fueran complemento uno del otro. El hombre en su caída, en vez de restituir toda su potencialidad divina, se entrega a las formas disolutas y lo que hace es enceguecerse cada vez más, perdiendo así su nivel de conciencia y esa inteligencia que lo unía a Dios. Por esas razones comienza a tener dificultades para identificar a su eterno femenino y pierde el interés por esa sagrada condición que lo constituye. Hay un hecho biológico que refrenda esa condición dual del hombre, de tener en sí lo masculino y femenino a la vez. Es el hombre quien otorga a través de su esperma la imagen y semejanza de Dios en su forma y en su esencia: en su forma y polaridad positiva, el cromosoma Y, y en su esencia y polaridad negativa, el cromosoma X.

Luego, con la preeminencia del hombre en la sociedad y su interés de hacer primar la polaridad positiva (masculina) comienza a ejercer una tiranía, un desprecio y un trato cruel hacia la mujer, hasta el punto de verla y tratarla como un objeto, y las mismas religiones y las instituciones políticas fueron reflejando esa cruel e injusta posición e hicieron de la sociedad y de la vida del ser humano un caos.

Por todas las razones anotadas, queda claro que la naturaleza y la real y verdadera constitución del hombre es de complemento con su eterno femenino y esa relación debía ser la razón de su ser.

Por consiguiente, el hombre desestructuró la condición de su ser, la constitución suya positiva (hombre) y negativa (mujer), violentó esa estructura que debía mantener equilibrada y escindió su ser.

A partir de los momentos de la escisión del ser la mujer en la historia se hizo objeto y víctima del hombre: y fue menospreciada, ultrajada y degradada.

El hombre debe empezar de nuevo a crear esa armonía que le permita restituir a su ser su eterna y sabia armonía, es decir, debe iniciar la búsqueda de su eterno femenino. La mujer debe asumir nuevamente la esencia de lo que es: semidiosa y guía para esa restitución.

La búsqueda o intuición del ser humano de tener consigo su mitad a medida, lo que la sociedad hoy en día llama la ‘media naranja’, que consiste en que el hombre tenga a su lado una mujer que armonice con él, o una mujer tenga a su lado al hombre que armonice con ella, tal como se daba en el Paraíso. Adán y Eva no es más que una metáfora. La población del Paraíso era una cifra de parejas que habitaron en la morada originaria: 144.000 personas: 72.000 hombres y 72.000 mujeres. Entre esos seres de luz  había una fuerza de unión extraordinaria. El significado de estas cifras aún es un enigma para las religiones.

Como el hombre y la mujer son a imagen y semejanza de Dios (el hombre la forma, la mujer la esencia), ellos tienen la capacidad de crear tal como lo hace Dios, y concibieron su descendencia que ha derivado en sombra de ese estado primigenio. La población original del Paraíso nunca pecó, (no incurrió en maldad y degeneración) solo lo hicieron las generaciones posteriores. Por eso en la Biblia, la cifra de 144.000 esconde un gran misterio que la sociedad no conoce. Ni siquiera los más aplicados estudiosos de las Sagradas Escrituras. Es un conocimiento sellado. No obstante, la humanidad conocerá ese misterio en el Fin de los Tiempos.

Dios es perfección por su constitución de polaridades: positiva-negativa, masculina-femenina. Uno de sus nombres sagrados es Jehová, unidad formada por el juego de dualidad.

Pues bien, miremos a lo que ha llegado el hombre y cómo ha violentado su propio ser. Es inhumano e inadmisible esa carga de destrucción de su propio ser, que ha cometido a lo largo de la historia en contra de la esencia que lo fundamenta (la mujer), y contra la que sigue cometiendo crímenes, y ahí tenemos su horror: feminicidio, violaciones, vejaciones, y todo tipo de tratos injustos, y lo podemos percibir en cifras y datos estadísticos  que a menudo entregan los medios de casos en Colombia, América y el Mundo.

Entonces, el hombre debe restituir a su ser su otra parte, y debe empezar por el respeto a la mujer, y por la búsqueda de esa complementación para que pueda llegar a ser ese hombre humano y divino como lo concibió Dios.

El hombre debe pedir a Dios que le dé sabiduría para elevarse nuevamente a su condición primigenia, por un lado; y por otro, aceptar que se complementa con la mujer de una manera perfecta y armoniosa.

Un hombre o una mujer, a veces, encuentra a su media naranja, la pareja con la que cohabitaba en el Paraíso, pero por la condición decadente y de contaminación que vive esta raza se violentan. Sabemos que cuando un hombre ha encontrado su complemento, y se ha casado y ha convivido con esa mujer, no lo ha sabido y, de hecho se ha negado a la restitución de la armonía, la belleza, las virtudes complementarias, entre tantos otros aspectos. Es más, ha violentado a su pareja, a esa persona, cometiendo el más infame de los actos. Todo esto es debido a su ceguera e inconciencia en la que se encuentra sumido. Ya Heidegger en El ser y la nada expuso el abandono al que el hombre ha relegado al ser.

Para estos nuevos tiempos donde ya todo está perdido, si queremos restituirle a nuestro ser su fuerza, su potencia y su esencia complementaria debemos empezar a hacerlo volviendo a la implementación de esa sabiduría y despojarnos de ese machismo que insulta nuestra propia dignidad, debemos empezar a recomponer el tejido social y a darle a la mujer la dignidad, la condición de la que la hemos despojado con nuestros actos y tratos. Debemos hacer añicos esa concepción que tenemos e instaurar la real y verdadera concepción de lo que significa la mujer. Si hacemos esto retomamos el camino correcto para fundamentar la construcción de una nueva sociedad, una sociedad ideal y perfecta.

La mujer es amor. El hombre es sabiduría. Cuando la mujer tenga su dignidad, y  los dos, hombre y mujer se busquen y se encuentren nuevamente, ambos reconocerán en sí la esfera de lo divino y lo celeste, y el ser humano volverá a ser esplendor.


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