Rosa: De ahí venimos.


Le tengo miedo al mar. Es culpa de mi papá. Era 1972 y recuerdo bien que me llevaron a las playas de Marbella. Papá me tomó en sus brazos y me llevó entre las olas, cada vez más implacables. Y ese sentimiento me quedó. Todavía, cuando voy por la Avenida Santander, miro hacia Marbella. Y sobreviene ese terror esencial al mar con la risa burlona de papá, como un eco.

 

Mamá me esperaba, sentada en un peñón. Sus brazos fueron refugio, hasta hoy. Es tan extraño este sentimiento: desde el miércoles santo de este año, mi corazón quedó huérfano; sin embargo, ahí está Rosa, me abraza en Marbella, y de una fulminante mirada, hace que papá nade hasta el horizonte. Todos en casa sabemos que papá es mitad pescado.

 

“Lo que pasa es que ella fue tu mujer, por eso es que estás así”. Eso me dijo Rosa un par de décadas después. Parece mentira, pero, resaltar lo obvio, me quitó la maricada esa: justo en el momento de la mordida de aquel perro infernal, que a veces es el amor. Rosa auscultó mi corazón. Y me sacó la propia espina. ¿Cómo fue posible tal efecto en mi corazón ciego y enfermo? No lo comprendía entonces, pero, justo días antes de morir, advertí que estaba enamoradísima de mi padre. Un marinero bohemio y contento que un día se presentó para que le cosieran un pantalón, en un taller de modistería en la calle Segunda de Badillo. Mamá estaba de última en la fila de costureras.

 

Es curioso, cómo la vida se parece al cine. Hay un recurso dramático que se usa mucho en los libretos de las películas, se llama: efecto acumulativo. Y sirve para darle sentido de unidad a toda la película; mejor dicho, sirve para que el espectador pueda organizar todos los acontecimientos, en un hilo conductor, capaz de darle sentido y consistencia al relato. El efecto acumulativo, juega con la memoria del público. Casi siempre es un elemento que se presenta al principio de la película, y no se retoma durante el desarrollo, de tal forma, que a la gente se le olvida. Después, ese mismo elemento, aparece; y, casi siempre, resuelve el conflicto.

 

Tomemos como ejemplo, “Arma Mortal II”, con Mel Gibson y Danny Glober. Al principio, el detective Martin Riggs (Gibson) hace una apuesta en la comisaría: quitarse una camisa de fuerza, sin ninguna ayuda. El truco consistió en dislocarse un hombro de un golpe. De esa forma, Riggs logró achicar su cuerpo y aflojó la camisa de fuerza. Ya casi al final de la película, los villanos envuelven a Riggs en un saco (similar a la camisa de fuerza) y lo arrojan al mar por un profundo acantilado. Cualquier espectador, sabe que se trata de un callejón sin salida. Hasta que Riggs aplica aquel truco de la comisaría: disloca su hombro, se salva y la historia recomienza. En ese entonces, el público recuerda. La historia adquiere sentido de unidad.  

 

En verdad, el cine (como la vida) no acaece en la pantalla, sino en la cabeza de cada quien. Mi efecto acumulativo tiene que ver con mi hermana. Recuerdo bastante bien el día en que nació. Mi madre la acostó en su cama. La trajo bien envuelta, tal cual, el detective Martin Riggs en la comisaría de “Arma Mortal…”. La verdad es que era la recién nacida más hermosa del mundo y mamá no cabía de contenta. Abandonó el universo de la casa y solo tenía ojos para su hija. Mi hermano y yo, atestiguamos en silencio aquella muestra de amor que superaba el más escandaloso de los picós. Y, a mi modo de ver, al cabo de más de medio siglo, Rosa esperó a la hija más amada, para descansar en sus brazos. Todo y la vida tuvieron un solo sentido: el amor, mi gente, es infinito; y su expresión más concreta es la lucha por salir adelante, pase lo que pase. Y así se fue Rosa, dando ejemplo de tenacidad. Se fue en calma y con las botas puestas.

 

No podía soportar la ansiedad que me dio en 1978. Era incapaz de aceptar la sola idea de perderme “La guerra de las galaxias” en el Teatro Cartagena. Papá lo había prometido, pero, algo pasó y nos quedamos vestidos para la matiné. No recuerdo llanto más amargo que ese día, cuando brotaban lágrimas de lo más profundo de mi alma. “Vamos” Determinó Rosa. La tarde del domingo, casi llegaba a su final. “No vamos a llegar, ni a vespertina”, pensé. Rosa compró las boletas a un revendedor, al doble de su costo. Fue una solución radical, porque en la fila estaba Cartagena entera. Una fila de interminables dimensiones, tanto, que le daba la vuelta a La Puerta del Sol y se insertaba hacia el sinfín de la Calle de la Media Luna. Hasta hoy, que escribo estas líneas, conservo intacta la felicidad de aquella tarde y la imagen de cálidas sombras de Rosa y sus tres hijos, sentados en las mejores butacas disponibles jamás.

 

Dije tres hijos, pero, somos cuatro. “Y para terminar de rematar, estoy preñá” Fue el anuncio. Ninguno de los dos esperaba semejante…después de viejos. Rosa, sin duda, se refería a la situación económica. Sobrevino una disputa por el nombre del nuevo hijo. Los tres hermanos vivimos nueve meses en incertidumbre. O era Juan o era Gustavo. En su sabiduría infinita, Rosa dio un golpe magistral. Todo se trataba de a quién haría honor el segundo nombre, jamás el primero. Gustavo Adolfo: se le hizo homenaje a papá para continuar su nombre. Ganó Rosa. Algo de eso aprendí, también perdí esa pelea cuando me tocó. Mi apuesta era por Renato, pero, ajá.     

 

Como toda abuela sabia del Caribe, Rosa presagió su partida de este mundo, a través de un platillo humilde y feliz. “Coman, que este va a ser el último arroz con pollo que van a probar”, así mismito lo dijo el 4 de octubre del año pasado, día de su cumpleaños número 81. Parece que fue ayer por la tarde cuando dijo lo que dijo. A mi me llamó la atención, porque lo dijo en serio y con gracia, con una sonrisa a punto de estallar. Se lo anunció al mundo entero, por eso no miró a nadie en específico, mientras daba los últimos meneos de cucharón, en busca de la mezcla perfecta.   Hay un recurso dramático en cine que se llama leit motiv, y consiste en un elemento recurrente que aparece a lo largo de toda la película. Ese elemento puede ser una pista visual, sonora, y a veces, puede ser un mismo diálogo que se presenta de cuando en cuando. Un buen ejemplo de ello es la película “Tiburón”, que me vi en el Teatro Cartagena, con mi papá. Y, de verdad, fue toda una desgracia la ausencia de mi madre. No tenía a quién abrazar, cada vez que aparecía el leit motiv, que, en esta ocasión, era la música. Cada vez que venía el tiburón, sonaba una música de bajo: un dum, dum, dum insoportable. El único que no se asustaba en aquel palacio de las ilusiones, era papá. Ya les dije que él es mitad pescado. No sabía si se reía del tiburón o del susto mío y del público, que también, era Cartagena entera acurrucada de cualquier forma, gritando sin pudor. La descompostura era colectiva.

 

Bien, el arroz con pollo de Rosa es un poderoso leit motiv en el devenir íntimo de mi vida y de mis hermanos. Y, con toda franqueza, se trata de todo un misterio. Así lo descubrí, porque resulta, que ningún restaurante de comida china en Cartagena, hace un arroz con pollo como el de Rosa ¿Cómo era posible, si se trata de una receta propia de la gastronomía mundial, es decir, un platillo sin patria (y, si se quiere) sin ninguna tradición respetable, como el arroz con coco o el más encopetado de los sancochos regionales de este maravilloso país? El arroz con pollo es tan estándar como la hamburguesa, la pizza o los espaguetis. Pero no. Esto siempre fue distinto. Único. En especial, porque este platillo aparecía en momentos de felicidad, que, a su vez, es la celebración de pequeñas victorias que se logran en la vida del barco que es la familia: un cumpleaños, una primera comunión, un quinceañero, un grado, un matrimonio; o mejor, aún: un sábado por la tarde, para que todo el mundo esté contento, porque ese día, Rosa había amanecido con ganas de hacer un buen arroz con pollo. Y así, después de muchos años, cuando ya habíamos dejado casi en el olvido aquel sabor, reapareció: y fue para despedirse. Fue una sorpresa para todos. Comimos y aquella tarde regresó la felicidad de la infancia.

 

Estando en el hospital, uno de los nietos preguntó: “De qué hablas con abuela”. Y el abuelo, mitad pescado, contestó: “Solo cosas de amor”. No hubo necesidad de entrar en detalles, porque, ese día, papá vestía de blanco. “Qué bonito, estás” Le dijo Rosa apenas lo vio entrar a la UCI: tal cual, el marinero que un día llegó donde la costurera para que le cosiera un pantalón. De ahí venimos.


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