Viviano Torres Gutiérrez

Viviano Torres: los pasos del pionero


Conocí a Viviano Torres una noche de 1983, cuando, en el Centro de Convenciones Cartagena de Indias, una emisora de la banda A.M. entregaba pergaminos y medallas a varias agrupaciones musicales cartageneras que estaban triunfando en toda Colombia.

Viviano también triunfaba. Su grupo Anne Zwing era uno de los más populares de Cartagena, mucho más que las orquestas de la llamada música tropical, porque era el único que se había atrevido a reproducir la expresión africana que los picós venían promocionando en la Ciudad Heroica desde los años setenta.

Esa noche en el Centro de Convenciones Viviano lució una de esas ropas extravagantes y coloridas que aún suelen caracterizarlo; y habló en cortas palabras agradeciendo el reconocimiento que le daban a sus esfuerzos más encumbrados.

No recuerdo si ya había grabado alguna de sus primeras producciones. Pero su popularidad en Cartagena era tanta que los bailadores de diferentes sectores de la ciudad se imaginaban que era él quien interpretaba las canciones africanas que se vendían a manotazos en los kioscos del mercado de Bazurto y que sonaban con insistencia en los estruendosos picós del estrato uno.

Viviano se sabía al dedillo las principales piezas de cantantes como M’ bilia Bell, Tico Sichaya, Bopol Mansiamina, Diblo Dibala, Bob Marley, Coupe Cloue o Papa Wemba, esos maestros que por muchas razones se le parecían a los cantantes y músicos que había conocido en el Palenque San Basilio, su pueblo; o en el barrio Nariño, el asentamiento cartagenero que lo adoptó para siempre.

Meses después volví a verlo durante una presentación en el desaparecido estadero El mesón de Rafa, en donde también se hallaba envuelto en sus ropas coloridas y sus gorras anchas y bordadas con hilos del arcoiris.

Se mostraba inaccesible y petulante. Era como una estrella negra en medio de un cielo amplio en el que no cabían más cantantes de soukus, esa música que unos pocos llamaban “champeta”, y que muchos (la mayoría) preferían colgarle el cómodo apelativo de “terapia criolla”, por la presión de los estigmas sociales.

En las casetas, en las esquinas, en la Plaza de Toros Cartagena de Indias, en el Carnaval de Barranquilla y en el Festival de Música del Caribe, la gente no dejaba de aplaudir la figura silenciosa y altanera de Viviano Torres con sus trenzas rastafaris, cayendo de su cabeza como lianas vigorosas en la jungla africana.

Y era en ese momento cuando el palenquero se lucía como si el mundo no fuera a acabarse nunca. Como si el tiempo fuera un asunto desmedido en el que siempre estaría Anne Zwing grabando champeta hasta el final del universo. Pero las cosas cambiaron después.

Solo pasaron unos diez años y las cosas cambiaron. Ahora Viviano es reconocido como el pionero del soukus en Cartagena, pero su música únicamente se oye en tarimas citadinas o rurales. Las grandes estaciones radiales abren sus espacios para otros, menos cantantes que Viviano, pero sí escandalosos manejadores de las claves inmediatistas impuestas por las políticas del consumo mundial.

Se tienen muy pocas noticias de Viviano y su grupo, pero sigue siendo invitado a foros, a conferencias y a largas discusiones sobre la música africana en Cartagena, que ahora sí llaman con menos miedo “champeta criolla”, debido a que ciertos personajes del poder público, y hasta las grandes casas disqueras, han mostrado su interés por esa expresión de los cartageneros marginados.

En uno de esos foros volví a encontrarlo no tan silencioso ni tan petulante como al principio, pero sí conocedor de lo suyo y de sus afanes en aras de que el soukus cartagenero sea aceptado y no solo valorado como música de bailadores, sino como el grito subyacente de una comunidad empujada por todo —y por todos— hacia el abismo y la desolación.

También lo he visto en el barrio Torices dictando sus talleres de formación para jóvenes con inquietudes musicales.

De estos talleres —me dice— han salido la mayoría de cantantes que tú oyes en las emisoras. Pero unos no lo dicen. Otros, creen que están cantando por su talento y no porque yo les haya enseñado algo. Pero eso me tiene sin cuidado. Yo sigo con mi trabajo para que la champeta siga pa’ lante”.

La tarde en que conversamos, estaba sentado al piano, pero con un bajo eléctrico colgado en el cuello. Un joven de unos escasos 22 años practicaba el canto, mientras Viviano le enviaba señales con los ojos y con las manos: cómo entonar, cuándo hacer pausas, etc.

Este es uno de los nuevos cantantes que tengo en el taller. Ya grabó algo por ahí, pero le tengo que enseñar otras cositas para que ajuste”.

Después de dos horas, el pionero detuvo la práctica y comenzó a contarme cosas que yo había escuchado a grandes rasgos en uno que otro foro. Algo de música caribeña. Un poco de su propia vida…

 

Mírale la cara...

 

Mi primer acercamiento con la música fue a través del baile. Mis primos y yo bailábamos desordenadamente alrededor de un tío llamado Víctor Torres, quien era tamborero, y nos iba enseñando cada ritmo con el toque de su tambor. Nos decía: ‘este es un bullerengue tapao, (tun que tun, tun que tun) una chalupa (tac ca tac), una cumbia (tut cut tut cu tut)’. En fin: nosotros cogíamos la cosa con berroche, pero la verdad es que el tío sabía mucho. Tocaba con el sexteto criollo, que es una combinación de los ritmos costeños con la música cubana; y a eso le llamamos ‘música palenquera’ o ‘son palenquero’. También tocaba el lumbalú, un ritmo cadencioso a punta de tambores que se toca en las novenas de los difuntos para recordar, con canto de mujeres y hombres, todo lo que el finado fue en vida y todo lo que no pudo ser. Pero la cosa es con sentimiento y no con festividad, como cree la mayoría de la gente.

A los 11 años vine por primera vez a Cartagena con Inocencia Padilla, mi abuela paterna, quien venía a pagar unos impuestos de finca raíz. Yo era su bastón, porque para esa época no podía andar sola. Era la primera vez que veía la ciudad, y me dije: ¡Uy, qué vaina chévere! Veníamos por dos días, mientras se pagaban los impuestos. El día en que debimos regresarnos, le formé una pataleta a la abuela y nos quedamos dos días más.

Lo que pasaba era que ya no quería estar en Palenque, porque mi papá, José Torres Padilla, lo único que quería era que yo fuera agricultor, y a mí lo que me gustaba era el estudio, aunque nosotros éramos muy pobres. Pobreza absoluta. Figúrate que a mí se me acababa un cuaderno y me sacaban del colegio hasta que se pudiera comprar otro. Mientras tanto, mi papá decía: ‘Bueno, como no hay clases, vámonos pa’ el monte pa’ que vayas aprendiendo a sacar tarea, porque aquí el hombre se hace es tirando machete’. Y ahí es donde no entiendo por qué dicen que el hombre palenquero es flojo, si la agricultura es un trabajo tan cruel y todos allá algún día tienen que trabajarla.

Un día me le rebelé a mi papá. Le dije: ‘Mire, yo no nací para esto. Así que me voy para Cartagena a trabajar. Voy a ayudar a mi mamá, porque no tenemos ni en qué sentarnos’. Y me vine para Cartagena.

Mi papá era alcohólico. Por él aprendí a odiar el alcohol. Por mi mamá, María de la Cruz Gutiérrez, salí de Palenque hacia Cartagena. Mi papá tenía el prejuicio de los campesinos respecto a la ciudad: ‘Te van a meter en el vicio’, me decía. Pero yo replicaba que a mí nadie me iba a meter en eso, porque con las borracheras que él se pegaba ya había visto demasiado como para cogerle rabia al ron. Vivíamos en una casa de bahareque y techo de palmas, que se mecía según la dirección de la brisa. Y mi mamá se reía cuando yo hacía la comparación: ‘esta casa se parece a mi papá cuando viene borracho’, le decía. Él se iba para Venezuela a trabajar y, cuando venía, se reunía con los amigos a parrandear todos los días. Pero cuando se le acababa la plata, se esfumaban los amigos, quienes sí guardaban su platica, tenían ganado y tenían de todo. Y nosotros, siempre en la mala.

Llegué al barrio Nariño. Me hospedé en la casa de mi tío el tamborero, que era menor que mi papá, y siempre vivía asustado porque el viejo fue como tres veces a buscarme, hasta que se cansó porque vio que lo mío era la ciudad. Volví a Palenque dos años después, cuando Pambelé nos puso la luz eléctrica.

El contacto con la música no demoró mucho, porque aquí me encontré con Justo Valdez, quien ya estaba pensando en conformar el grupo Son Palenque. Formamos el conjunto y lo integré como bailarín. Allí tuve la oportunidad de seguir alimentándome con los ritmos propios de Palenque. En nuestro repertorio estaban las historias cantadas que habíamos aprendido de nuestros mayores en el pueblo.

Pero también empecé a pararle bolas a la música africana, haitiana y jamaiquina que los picós de barrios como San Francisco, Olaya Herrera y Nariño programaban todos los fines de semana en las casetas o en cualquier casa. Fue allí cuando se me ocurrió que esos ritmos cantados por Coupe Cloue o Tico Sichaya (la baganga, el soukus, el compas) eran parecidos a los nuestros, solo que mejor tocados, porque llevaban armonía, buenos arreglos y voces bien medidas. Y fue así como se me ocurrió que nosotros debíamos tocar de la misma forma. Pero había un problema: ninguno de nosotros sabía de música, ni de partituras, ni de armonía.

Un día, la Escuela de Bellas Artes de Cartagena contrató al grupo para que amenizáramos un acto cultural. El director en ese entonces era el doctor Aníbal Olier. A él le gustó mucho el grupo, por lo que enseguida aproveché y le dije:

Docto, ¿usted por qué no nos ayuda para que estudiemos música aquí en su escuela?

¿Cuántas becas necesitas?

Seis.

Nos las dieron. Empezamos a estudiar, pero el único que no mostraba mucho interés era Justo. Cuando nos empezaron a enseñar las notas y sus valores, había una parte que debíamos hacerla con palmas para entender la clave de sol, por ejemplo; pero Justo se aburrió y no volvió a la escuela. ‘Yo pensé que iban a enseñarme música —dijo— y lo que me están enseñando es a aplaudir. Eso lo sé yo desde que estaba chiquito’. Y no volvió. Los demás también se retiraron.

Yo me quedé. Pero no me conformé con las clases que me daban sino que me ponía a practicar con los que iban más adelantados que yo en la guitarra, el piano, la batería, en fin, me puse a venderles la idea de que podíamos armar un grupo de música caribeña, como la que se estaba poniendo de moda en Cartagena. En ese momento no pensaba en ser cantante, porque tenía entendido que todo el que quería cantar debía tener un chorro de voz, y la mía más bien parecía una gotita. Y por eso preferí seguir estudiando el piano y la guitarra.

Seguí con esa idea de no poder cantar, hasta que un día me presenté a un ensayo de un grupo que todos los años se armaba en Bellas Artes para mostrarle al público los alumnos más adelantados. En esa época, los profesores no ensayaban con música popular sino con música clásica. La popular la tomaban solo si se trataba de una canción con mucha riqueza armónica.

En ese momento estaba sonando en demasía “Gitana”, la canción de Willie Colón, y la estaba ensayando un cantante que tenía dos semestres más adelantados que yo. El tipo trataba de acomodarse con la sinfónica, pero no le salía la canción. En esas se llevó como dos horas cantando solo el inicio, y yo ya me estaba aburriendo. Me puse a cantarle en el oído a una amiga mía el mismo tema, no contando con que me estaba oyendo la profesora de vocalización.

De pronto, la maestra se levantó de su sitio, llegó a donde yo estaba y me dijo: ‘venga, Viviano, usted puede cantar esa canción’. Le dije: ‘no, yo no. Yo apenas tengo tres meses de estar aquí. Además, no soy cantante’. Y la profesora me insistía: ‘usted sí puede, venga, venga’. Y tuve que hacerle caso. Me paré frente a la orquesta sudando de pies a cabeza. Tenía ganas de salir corriendo. Pero apenas empezó la orquesta y canté la primera estrofa, la gente me aplaudió. Pasamos a la segunda. Y seguimos ensayando. Entonces fui yo quien acompañó a la orquesta el día de la presentación ante el público, y no el muchacho que lo intentó antes de mí. Eso me dio mucha pena, porque nunca ha sido mi política el conseguir las cosas que quiero desplazando a alguien. Sin embargo, le dije a la profesora:

Vea, Margarita, lo que pasa es que yo no soy cantante.

Todo el mundo puede ser cantante —replicó—. Fíjese en Julio Iglesias. Él tiene una garganta chiquita, pero educó su voz. Usted preocúpese por melodiar bien con su voz y aprenda a utilizar bien el diafragma.

Gracias a las palabras de Margarita me entró de nuevo el entusiasmo por armar un grupo musical con armonía, tal como lo había soñado con Justo Valdez. Pero los muchachos de Bellas Artes estaban empeñados en que cantara salsa y la música tropical que estaba de moda en Colombia. Me decían: ‘Tú tienes swing, sabor, gracia para cantar esa música’. Y yo les respondía: ‘A mí me gusta la salsa, pero lo que quiero es fusionar la chalupa, el bullerengue y el lumbalú con los ritmos africanos para meterles armonía y todo lo que ustedes saben de música’. Ellos respondían: ‘Déjate de cuentos. Aquí no se puede hacer esa música porque la gente lo ve mal. Si nos ponemos a tocar eso que tú dices, tendremos que hacer bailes en Olaya Herrera y en San Francisco, que es donde gustan de esa música. Pero, ¿allá quién nos va a pagar, con esa gente tan pobre?’

La lucha fue dura, porque para empezar, no teníamos instrumentos. Yo mismo decía, ¡esto es una locura! Pero no me daba por vencido. Todos los días les insistía con el proyecto del grupo afrocaribeño, hasta que un día me enteré de que alguien estaba planeando hacer un festival de música caribeña. Les dije a los muchachos: ‘Miren, si nosotros formamos el grupo que les dije, podemos participar en el Festival de Música del Caribe, y ahí es donde todo el mundo nos va a conocer’. Nada. No se convencían.

Pero me fui solito a la oficina del festival y hablé con Paco de Onis y con Antonio Escobar Duque, los propietarios y organizadores del evento. ‘Tráenos un casette grabado con la música que ustedes practican y después veremos qué se puede hacer. De pronto te dejamos que toques en la inauguración’, me dijeron. Y enseguida arranqué para donde los muchachos y les comuniqué la noticia, pero no les dije que solo nos querían en el coctel. Los músicos se entusiasmaron y comencé a buscar quien nos alquilara los instrumentos, pero el único que pagaba era yo.

Llegó el día de la inauguración, y me dieron la noticia de que no íbamos a estar en ese evento, pero que si queríamos podíamos presentarnos en el coctel de bienvenida, que se hizo en el Hotel Don Blas. Yo dije, ‘está bien, nos presentamos en el coctel’. Después, nos dijeron que no había transporte, porque las busetas que se habían alquilado estaban estrictas. Alquilé una con mi propia plata y conseguí los equipos de sonido con Son Palenque.

Cuando llegamos al hotel, el portero que encontramos era un racista a quien desde el principio le caímos mal:

Ustedes no pueden entrar—nos dijo—

¿Por qué?

Porque ya todos los grupos están completos y ustedes no están en la lista.

Pero nosotros somos invitados de Paco de Onis.

Paco a mí no me ha dicho nada. Además, allá adentro eso está lleno de negros que tienen la sala hedionda.

Bueno, pero llámanos a Paco.

Te dije que no.

 

Yo estaba angustiado pensando en que los músicos no fueran a creer que les había echado un embuste. Me daban ganas de pegarle al portero, pero le hablaba en buen tono para que nos colaborara. El tipo seguía terco y antipático. Tan terco que me decidí a meterle una trompada, pero, cuando estaba preparando el puño, apareció Paco de Onis en la recepción del hotel. Enseguida le grite: ‘¡Hey, Paco!’ El hombre nos miró extrañado, porque no habíamos entrado y enseguida le puse las quejas. Paco regañó al tipo y después entramos. Me despedí del portero diciéndole: ‘¡Sapo de mierda!’.

Dentro del hotel encontré varios amigos que tenían camisas iguales, floridas, estilo caribeño y les dije que me las prestaran y con eso uniformé al grupo. Empezaron las orquestas a desfilar, pero a nosotros no nos llamaban. Los músicos empezaron a tomar del coctel y yo no quería ni gaseosa, en parte por la rabia de ver que nos iban a dejar de últimos. De pronto apareció un tipo y me dijo:

Oye, te veo muy nervioso.

Tranquilo, yo me calmo.

Pero te veo acelerado. ¿Quieres un pase?

No, mi hermano. Yo tengo más pases que tú.

¿Te doy un pase?

Ya te dije que tú no tienes más pases que yo. Cuando me veas bailando, entonces yo soy quien te va a enseñar los pases.

No te estoy hablando de baile...

¿Y entonces?

Te estoy hablando de que te metas un perico.

¿Qué es eso?

Cocaína. Yo te puedo dar cocaína para que se te pasen los nervios.

La cosa me dio rabia, pero en el momento en que le iba a responder al tipo con cuatro groserías, nos llamaron a la tarima. Subimos y comencé a hablar en inglés, para los extranjeros que venían a conocer el festival. Lo malo era que ya la gente estaba en actitud de salida. Los camarógrafos recogían sus implementos; los locutores guardaban los micrófonos y los periodistas ya estaban un poco pasados de coctel.

Con todo eso empezamos a tocar un repertorio de canciones inéditas que ya habíamos ensayado bastante. La primera fue “Permiso”. Y eso fue como un campanazo. Todo mundo prestó atención. A los borrachos se les pasó la rasca. Los camarógrafos sacaron sus cámaras, los fotógrafos disparaban el flash y eso eran fotos que iban y fotos que venían; los turistas bajaron de los pisos del hotel creyendo que se trataba de algún grupo jamaiquino. Y se formó el espeluke, la alegría, el desorden...

De pronto se nos acabaron las seis canciones que habíamos practicado para estrenar ese día, y tuvimos que despedirnos, pero la gente no nos dejó bajar de la tarima; y eso era una gritadera: ‘¡Otro, otro, otro!’. Les dije a los muchachos: ‘Vamos a repetir las mismas seis’. Y así lo hicimos. Salí cargado en hombros, después que no nos dejaban entrar.

Al día siguiente, en todas partes, encontrábamos los periódicos con las fotos del grupo. Parece que fuimos los únicos que recibieron ese despliegue. Ahí fue cuando los músicos se entusiasmaron y decían que querían seguir practicando la música caribeña. Como no teníamos instrumentos, nos aliamos con el celador de Bellas Artes y le pedimos que nos dejara practicar los sábados con los instrumentos de la escuela. El tipo no puso problema. Es más, él se paraba en la puerta; y, si venía alguien, nos echaba un chiflido, y todo quieto. Pero un día nos pillaron y nos echaron de ahí, porque dizque estábamos profanando la escuela.

El grupo se desintegró un tiempo, pero en un mes de abril logramos reunirnos en un evento de beneficencia. Ahí fue cuando lo bautizamos como Anne Zwing.Anne’ es un pronombre de la lengua bantú que significa ‘los’, ‘estos’, ‘ellos’. Y swing’, significa ‘sabor’, ‘gusto’. El nombre completo sería: ‘Los del sabor’.

En 1985 participamos por primera vez, y con todas las de la ley, en el Festival de Música del Caribe. Después volvimos en el 86, 87 y 88. El grupo había caído bien en toda la ciudad, pero no había disquera que se le midiera a grabarnos un disco. Yo mandaba casettes para todas partes y siempre nos respondían que esa música no, que toquen otra cosa, que eso no lo compra nadie...

Y me preguntaba: Pero si Wanda Kenya está haciendo fusiones con canciones fusiladas de los músicos de Haití y Jamaica, ¿por qué no pueden grabar un disco con canciones nuestras, inéditas, una cosa real? La lucha acabó hasta que me encontré con el locutor y promotor Moisés de la Cruz, quien trabajaba para una compañía norteamericana llamada Cubaney Récord. Le mostré el casette con nuestras canciones y se emocionó. Se lo llevó a Mateo San Martín, el dueño de Cubaney Récord en Miami, y el tipo también se entusiasmó. Enseguida nos recomendó que grabáramos los temas, que él se encargaba de los costos del estudio y del pago de los músicos.

Allí grabamos “Permiso”, “Miní Miní”, “Minakalele”. En Cartagena fue un suceso. Pero lo mejor fue que nos invitaron al Festival de la Calle Ocho, en Miami, en donde se reúnen muchos colombianos que se alegraron con nuestra música. Cuando regresamos, las disqueras colombianas que nos habían rechazado empezaron a hacernos propuestas para que grabáramos con ellas. Pero ya habíamos firmado un contrato con Cubaney para hacer cuatro producciones.

El triunfo de Anne Zwing motivó a muchos jóvenes que también tenían la idea de hacer música caribeña, y fue así como nacieron nuevos grupos y aparecieron los cantantes que existen hoy. No obstante, se luchó bastante para que al fin alguien del Gobierno Distrital y del Gobierno Nacional nos ayudaran a salir del mercado de Bazurto. Esa fue Araceli 'La Chica' Morales, cuando fue secretaria de Cultura en Cartagena y ministra de la Cultura en el gobierno de Andrés Pastrana.

Lo que me preocupa ahora es que, a lo mejor, los productores están un poco desorientados, pensando solo en la plata y no en hacer buenas producciones con buenos arreglos, buenas letras y buenos cantantes. Pero sé que, al igual que yo, hay músicos que quieren salirse del facilismo y experimentar mejores cosas. Me atrevo a decir que Cartagena es la ciudad que más talentos musicales tiene en toda Colombia. La vez que estuve en Europa, algunos músicos latinos radicados allá me lo dijeron. Y lo mismo me han dicho en Centroamérica. Pero me gustaría tener mucho respaldo económico y logístico para seguir apoyando esos talentos...”

Octubre de 2003

 

 

 

 

 


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