Raúl Gómez Jattin, en la memoria de la calle.

Un ángel siniestro llamado Raúl


Nunca fui amigo del poeta Raúl Gómez Jattin. No hubo oportunidad de que lo fuéramos, pero sí alcanzamos a conversar un par de veces, las cuales recuerdo perfectamente como si hubiesen ocurrido esta mañana.
Unos tres años antes del primer encuentro, un amigo actor de teatro y coleccionista furibundo de libros y revistas, me mostró un ejemplar del Magazín  Dominical de El Espectador en donde habían dedicado una página a los poemas de Gómez Jattin.
“Qué te vas a acordar, Isabel” era uno de esos poemas, que estaban acompañados por una foto gigante en donde podía apreciarse el rostro de un Raúl entristecido por una barba incipiente, una bufanda gris que le ocultaba el cuello, una sonrisa medio abierta y un cabello un tanto desordenado y sin color.
Al tiempo que leía los poemas, escuchaba los comentarios del teatrero refiriéndose a Gómez Jattin como su gran amigo, como un poeta sensible, casi niño, pero atormentado por el uso de estupefacientes y por la homosexualidad que tanto se comentaba que el bardo asumía con cierta vocación hacia el escándalo.
Unas semanas después, encerrado en mi cuarto de estudiante en Barranquilla, me sumergí en la lectura de un ejemplar de la desaparecida revista cultural “Olas”, cuyas páginas centrales traían una conferencia dictada por el extinto periodista barranquillero Germán Vargas Cantillo.
En ella, el maestro Vargas hacia un recorrido a través de toda la poética de la Costa Caribe colombiana, incluyendo a Gómez Jattin con su poema sin título “Los habitantes de mi aldea dicen que soy un hombre despreciable y peligroso...”
No porque lo dijera el maestro Vargas Cantillo en su conferencia, pero la poesía de Gómez Jattin era tremendamente desgarradora. Su daga filosa siempre estaba puesta en la llaga, ahondándola, lastimándola, haciéndola supurar sus putrefacciones más secretas, recordándole a los lectores sensibles —como él— que uno no es más que un compuesto de músculos y mierda.
Unos meses después de esa lectura me encontré con otro amigo principiante de poeta, quien se sentía orgulloso porque Gómez Jattin lo había invitado a tomarse unas cervezas en cualquier lugar del Centro Histórico de Cartagena. Esa vez conversaron largamente (me dijo ese amigo) y el poeta le regaló un cuadernillo de sus propios poemas publicado por la “Colección de Poesía Quinto Centenario.”
“Tienes que conocerlo”, me dijo el amigo. Y a eso me dediqué en las semanas que siguieron. Así que lo primero que se me ocurrió fue caminar por la calle de La Media Luna en el barrio cartagenero de Getsemaní, en donde me decían que Gómez Jattin vivía solitario en una pieza de motel.
Y tuve tanta suerte esa mañana que vi al poeta caminando en sentido contrario, vistiendo camisa azul a cuadros sin acuñar, pantalón overol y abarcas de un cuero descolorido. Le di la mano enseguida y él me saludó como si me conociera de años atrás.
Le hablé de mis amigos el teatrero y el poeta. Y él hizo como si recordara claramente de quiénes le estaba hablando. Hasta me atreví a comentarle que yo también escribía poemas y que me había ganado un concurso en la universidad. Y él hizo como que se alegraba y hasta me preguntó que cuándo podía ver mis escritos.
Nos pusimos una cita en la Escuela Bellas Artes, pero nunca nos encontramos. Me despedí de él, diciéndole “chao, señor Miguel”; y él corrigió, con voz opaca: “Raúl”.
La segunda vez que conversamos se estaba desarrollando un festival de teatro en la Escuela Bellas Artes. Raúl acababa de salir del Hospital San Pablo, en donde le habían controlado una de sus crisis de locura. 
Cuando nos encontramos, tenía en sus manos la recién aparecida edición de “El esplendor de la mariposa”, el último de sus libros publicados, porque tengo entendido que dejó un reguero de poemas inéditos en manos de sus amigos más cercanos.
Ese día conversamos largamente y a la reunión se sumó un estudiante de Derecho, de la Universidad Nacional. Después se nos unieron dos teatreros: un amigo de Gómez Jattin y una joven muy bella que admiraba la escritura del vate cordobés-bolivarense.
Los cinco decidimos irnos para las murallas a presenciar la huida del sol sobre el filo del mar. Los otros tres acompañantes invitaron al poeta a que se solazara con un cigarrillo de marihuana, que hizo la conversación un poco más abundante.
Esas fueron las dos veces que estuve cerca de Gómez Jattin disfrutando de su conversación, porque el resto de ocasiones lo vi sucio por la calle, mal vestido, siempre con un cigarrillo en la boca o tomando vasitos de tinto. También escuchaba  noticias, que hablaban de una nueva  reclusión en el San Pablo, que había agredido a alguno de sus amigos, porque no le dio plata; o que se lo habían llevado para La Habana, con el objeto de regenerarlo.
Una noche asistí a uno de sus últimos recitales en una taberna de la calle del Arsenal, en Getsemaní. Acababa de regresar de La Habana, supuestamente curado de todos sus males, pero, por su forma de hablar y de reírse, me parecía que el mal todavía estaba agazapado dentro de él.
Y no me equivoqué. A los pocos días volví a verlo por la calle como a cualquier menesteroso, sucio, desdentado y calvo. Una de esas veces lo vi bañándose como un príncipe en las fuentes de la Plaza de Bolívar. Un embolador de los que permanecen en ese espacio, me dijo: “ese man, ahí de donde lo ves, es bastante inteligente, sabe de todo”. Haciéndome el ignorante, pregunté que de quién se trataba. Y el embolador me respondió: “es el loco Jattin. Dicen que el bazuco lo tiene así”.
Quise explicarle al embolador que Raúl Gómez Jattin era el mejor poeta vivo que teníamos en Colombia. Que su poesía tenía la marca indeleble de ese demonio que a los verdaderos artistas les enseña a sentir y a decir cosas que los demás ocultan o se empeñan en creer que no existen.
Que Gómez Jattin, con su escritura, podía ser brutal y tierno al mismo tiempo, como cuando decía que su amiga “Catalina tiene un corazón de viento y el viento quisiera serlo yo”. Todo eso hubiera querido explicarle al embolador, pero tal vez mis palabras se hubiesen perdido en el otro viento de aquella mañana fría en la que Raúl se creía el dueño de la Plaza de Bolívar.


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