Las calles de Mandela son amarillas y brillan con el sol del mediodía.

Nelson Mandela 12 años después


Por las calles de Nelson Mandela fluyen corrientes de un agua cristalina que no pertenece a las cocinas, ni a los lavaderos, ni a los baños de las viviendas.

No se trata de aguas servidas ni de tuberías rotas que nadie quiere curar. Se trata de la superficialidad del nivel freático del suelo arcilloso que, en cualquier momento, abre minúsculos cráteres por donde emergen borbotones de un agua limpia que empieza siendo un hilito.

Luego se convierte en corrientes que cubren los andenes de un verdín resbaladizo y obligan a construir pequeños puentes de madera, por donde la gente debe cruzar para no embarrarse los pies con la masa amarilla que permanece durante todo el año, como si el invierno no quisiera cambiar de territorio.

El próximo siete de diciembre Nelson Mandela cumplirá doce años de existencia. Y son esos mismos doce años los que la gente tiene de estar observando el llanto de la tierra, cual si siempre hubiese motivos para verter esas lágrimas que todo lo entristecen.

Hace doce años Nelson Mandela no se llamaba así. Era sólo un territorio lleno de monte y vegetales de especies heterogéneas, en donde en épocas antiguas pastoreaba el ganado vacuno, se sembraba el arroz que nace en tierras bajas y cenagosas, y hasta se organizaban allí jornadas de cacería.

El 4 de diciembre de 1994 un grupo de familias del vecino barrio Manuela Vergara de Curi, encabezado por el dirigente comunal Osvaldo Márquez, se reunió en el parque principal del sector para planear la manera de invadir los territorios en donde hoy se levanta Nelson Mandela.

El motivo era el temor que esas mismas familias y las comunidades circunvecinos sentían por el avance del relleno sanitario que funcionaba en la zona conocida como Henequén.

De manera que, tres días después, una oleada humana, compuesta por 107 familias, provenientes de arrabales como El Milagro, Nueva Venecia, Barrio Nuevo, Policarpa, Manuela Vergara, La Victoria y Henequén, entre otros, ocupó las primeras cuatro hectáreas de lo que ahora es el sector 7 de Diciembre, uno de los más internos del Nelson Mandela.

Casi el mismo día de la invasión, los cambuches, a guisa de viviendas, se fueron levantando con maderas, carpas de polietileno comprados a los recicladores de Henequén y bolsas de plástico para protegerse de la lluvia, después de que el monte y los árboles fueron arrasados a punta de machetes, picos y palas.

Los dirigentes comunales de Mandela (como lo llaman sus propios habitantes) recuerdan con frecuencia que en ese momento no alcanzaron a prever lo que vendría después, pese a que la principal noticia que registraban los medios de comunicación eran las marejadas de violencia subversiva en contra de la población civil en gran parte del país, lo que provocó la emigración de cientos de colombianos hacia los pueblos y ciudades de la Región Caribe.

Cartagena no fue la excepción. Y la naciente comunidad, que para entonces se conocía como “Ciudadela de la paz”, fue uno de los sectores que recibieron más desplazados desde que se iniciaron las grandes emigraciones de campesinos acosados por los actores de la guerra.

Los moradores del Nelson Mandela recuerdan que cada 15 días aparecían más grupos de desplazados que parecían tener todo dispuesto y previsto para retirar el monte, armar sus casuchas y organizar a las grandes cantidades de niños de todas las edades que los venían acompañando.

Los líderes comunales de los primeros invasores se dieron a la tarea de censar y reorganizar a los recién llegados, pero a los pocos días comenzaron los problemas con personas y empresas que aparecían, de un momento a otro, reclamando propiedad sobre los terrenos ocupados.

Seis solicitantes interpusieron recursos legales para desalojar a los desposeídos, pero algunos nunca demostraron propiedad sobre las tierras, mientras que otros aún no terminan de instaurar recursos para que se cumplan las expropiaciones.

Al mismo tiempo, las estrategias de los animadores cívicos y de los abogados que los defendían también eran múltiples y desesperadas, hasta el punto de haber suprimido el nombre de “Ciudadela de la paz” para rebautizar la zona como “Guillermo Paniza Ricardo”, un alcalde de la época, de quien se esperaba el apoyo para llevar a feliz término, y a favor de la comunidad, los pleitos por la ocupación de la tierra.

Aseguran los gestores comunitarios que el apoyo nunca llegó, por lo que recurrieron a algunas de las organizaciones afrodescendientes que operan en Cartagena, las cuales los asesoraron en los aspectos legales, culturales y organizativos que estaban necesitando; y en el acto aprovecharon para inculcarles que su lucha era muy parecida a la que en ese momento estaba librando el líder sudafricano Nelson Mandela, al otro lado del mundo.

No lo pensaron dos veces. El barrio recibió el nombre de líder negro y hasta se rumoró que éste vendría a Colombia, muy especialmente al barrio para integrarse con sus participantes e idear tácticas de ayuda internacional, pero el anuncio se quedó sólo en eso: en rumores.

En tanto que habitantes y dirigentes comunales iban mejorando sus viviendas, sus calles, haciendo gestiones para que se erigieran los doce planteles educativos de primaria y bachillerato que ahora existen; y los tres establecimientos de salud pública que los atienden, en 1996 se desató en el barrio un torbellino de homicidios que terminó el año pasado, después de haber alcanzado la cifra de 250 muertos, a un promedio de dos por semana.

El resultado de tantas masacres fue la fama un poco imprecisa que el barrio alcanzó en toda la ciudad. Para el resto de los cartageneros, el Nelson Mandela era temible supuestamente por haberse constituido en refugio de paramilitares y guerrilleros, aunque presuntamente los primeros terminaron por imponer la ley, después de demoler a los segundos.

Los moradores y los dirigentes comunales siempre desmintieron aquellas versiones, alegando, en primer lugar, que gran parte de las muertes que se registraban en los 24 sectores del barrio eran producto de enfrentamientos entre pandillas, que ya no existen; y que, en segundo lugar, la otra parte de los aniquilados eran desplazados que habían dejado cuentas pendientes en sus tierras de origen, y por eso algunos protagonistas del conflicto armado lograron localizarlos en este lado de la Costa caribe y terminaron por “cobrarles” lo que debían.

Nelson Mandela es uno de los pocos barrios de Cartagena que no están regidos por una Junta de Acción Comunal sino por Juntas de Vivienda Comunitaria, las cuales vienen propendiendo por la legalización de los predios que ahora ocupan los 40 mil habitantes que allí respiran. El 47% de ese total está conformado por una población infantil con edades de 0 a 12 años.

A la vez que habitantes y líderes cívicos se ufanan de que su barrio es actualmente uno de los más seguros de las zonas sub- normales de Cartagena, se lamentan de que ya no existe la solidaridad de tiempos pasados, cuando veinte --y hasta más vecinos-- no tenían inconvenientes en apropiarse de los problemas de un solo habitante, para lograr la tranquilidad de todos los moradores.

Los 24 sectores del barrio tienen nombres como Belén, Andrés Pastrana, 7 de Diciembre, El Millo, El Trupillo, Las Colinas, Los Pinos, El Progreso, El Edén, La Conquista, Francisco de Paula (1 y 2), Villa Gloria, Villa Lidubina, Los Deseos, Los Olivos, Las Vegas y Villa Corelca, entre otros, que continúan luchando con el Gobierno distrital por la legalización de los predios, la instalación del alcantarillado y el arreglo de la vías.

Las Juntas de Vivienda Comunitaria han propuesto la instalación de filtros conductores de líquidos para reducir la problemática que produce la superficialidad del nivel freático de la tierra, y por cuya causa las calles del barrio están a merced de las corrientes de agua que brotan repentinamente como de una herida perpetua.

Siempre que el cielo se enfurece y descarga su vehemencia en forma de aguaceros descomunales, ocurren pequeños deslizamientos de tierra que podrían agigantarse con el paso del tiempo.

El temor aguarda escondido bajo los techos de las casas.


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